Zumalacárregui
Benito Pérez Galdós
-7-
- I -
Ufano de los triunfos de Salvatierra y Alegría, en tierra
alavesa, Zumalacárregui invadió la Ribera de Navarra, donde el Ebro se bebe
tres ríos: Ega, Arga y Aragón. Bien podría denominarse aquel movimiento
procesión militar, porque el afortunado guerrero del absolutismo llevaba
consigo el santo, para que los pueblos lo fueran besando unos tras otros, al
paso, con religiosa y bélica fe, acto que se efectuaba con suma presteza, aquí
te tomo, aquí te dejo, conforme a la táctica de un ejército formado, instruido
y aleccionado diariamente en la movilización prodigiosa, en las marchas
inverosímiles, cual si lo compusieran no ya soldados monteses y fieros, sino
leopardos con alas. Que éstos llevaban en volandas a la tortuga, no hay para
qué decirlo. Mostraban el ídolo a los pueblos, y el entusiasmo en que éstos
ardían -8- era un excelente botín de moral política que
robustecía la moral militar.
Y mientras realizaba este acto de hábil santonismo,
Zumalacárregui no cesaba de combatir, en la boca el ruego, en la mano el mazo.
Maestro sin igual en el gobierno de tropas y en el arte de construir, con
hombres, formidables mecanismos de guerra, daba cada día a su gente faena
militar para conservarla vigorosa y flexible. De continuo la fogueaba, ya
seguro de la victoria, ya previendo la retirada ante un enemigo superior. ¿Qué
le importaba esto, si su campaña a más del objeto inmediato de obtener ventajas
aquí y allí, tenía otro más grande y artístico, si así puede decirse, el de
educar a sus fieros soldados y hacerles duros, tenaces, absolutamente confiados
en su poder y en la soberana inteligencia del jefe? Atacaba las guarniciones de
villas y lugares, tomando lo que podía, dejando lo que le exigía excesivo
empleo de energía y tiempo; procuraba ganar las pocas voluntades que no eran
suyas, poniendo en ejecución medios militares o políticos, así los más crueles
como los más habilidosos, y lo que se obstinaba en no ser suyo, quiero decir,
del Rey, vidas o haciendas, lo destruía con fría severidad, poniendo en su
conciencia los deberes militares sobre todo sentimiento de humanidad. Movido de
la idea, guiado por su prodigiosa inteligencia y conocimientos del arte
guerrero, iba trazando, con garra de león, sobre aquel suelo ardiente, un
carácter -9- histórico... ¡Zumalacárregui, página bella y
triste! España la hace suya, así por su hermosura como por su tristeza.
Ribera de Navarra, Noviembre de 1834.
Gustoso de referir las cosas pequeñas antes que las grandes,
anticipo este incidente que la Historia apenas cree digno de una breve mención:
«Habiendo llegado a manos de Zumalacárregui un parte oficial en que el alcalde
de Miranda de Arga avisaba al comandante de Tafalla la reciente entrada de los
facciosos, con expresión de su fuerza y otras particularidades, mandó que le
cogieran (al alcalde) y por primera providencia le pasaran por las armas.»
Tales justicias, que dentro del convencionalismo de la religión militar así se
nombran, disponíanse con sencillez suma, y con fría puntualidad y presteza se
ejecutaban, como diligencia usual en los órdenes vulgares de la vida. Cortar
bárbaramente la del que se conceptúa traidor, y que por la parte contraria
resulta dechado de lealtad, quizás de heroica entereza, era en aquellos
ejércitos acto tan sencillo como los ordinarios de carnicería ambulante: la
matanza de ovejas, carneros o bueyes para alimentarse.
Metieron, pues, al desgraciado Ulibarri en la sacristía de
una ermita que está como a mitad del camino entre Miranda y Falces, y le
dijeron: «Estese ahí un rato, D. Adrián. Le traeremos un cura del Cuartel Real,
porque -10- los nuestros van ya camino de Peralta».
Dijéronle esto con naturalidad y hasta con cortesía campechana, añadiendo:
«Aquí dejamos un jarro de vino por si tiene sed, y un atado de cigarrillos».
Cerraron, y allí se quedó el pobre, rodeado de frías tinieblas, abrazado a sí
mismo. Su grande espíritu se envolvía en la resignación, y agasajándose dentro
de ella, anticipaba el tránsito doloroso. Lo que había de ser, que fuera
pronto. Si él pudiera morirse por la fuerza concentrada de la voluntad, de
buena gana lo haría, evitando a los enemigos el trabajo penoso de acribillar a
balazos su corpachón robusto. Era muy grande, y duro de matar. Aunque no quería
pensar en nada referente al cuerpo, pensaba sin poder remediarlo. El espíritu
se echaba fuera de aquel envoltijo de la resignación, y al instante encontraba
razones contra la sentencia que pronto le había de lanzar de este mundo. Malo,
muy malo es este mundo; pero de tanto vivir en él nos connaturalizamos con sus
miserias y con todo el fárrago de desdichas que nos abruman. Si él fuera un
hombre enfermo, muy bien le vendría el sistema de curación definitiva que se le
estaba preparando; pero, ¡por vida de las casualidades!, era robusto, de salud
a prueba de bomba, macizo y vigoroso, fabricado para burlar a la muerte hasta
los noventa, y a la sazón andaba en los sesenta y dos.
En fin, pues Dios así lo había dispuesto (y Ulibarri creía
firmemente que lo que le pasaba
-11- era por disposición
divina), se abrazaba otra vez estrechamente a su resignación, buscando en lo
íntimo de aquel abrigo la idea de un morir noble y cristiano. La sublimidad no
es fácil comúnmente; pero hombres del temple de Ulibarri saben realizar estos
supremos imposibles.
Olvidado del tiempo, la víctima no se hacía cargo de que la
habían encerrado a las cuatro de la madrugada: por momentos interrumpían su
abstracción los ruidos externos, el pasar de carros, el vociferar de soldados y
carreteros. Hasta creyó reconocer voces amigas en aquel tumulto, entre otras,
la voz de Iturralde, con quien había comido un cordero y probado el vino de la
penúltima cosecha tres meses antes, en su finca de Berbinzana. Mandaba el tal
la retaguardia en aquel aciago día, y a todo trance quería salir de Falces al
romper de la aurora. Daba sus órdenes destempladamente, como hombre de genio
muy vivo, que a todos quería comunicar su viveza; valiente, incansable, buena
persona, excelente amigo en la paz, en la guerra indómito y sin entrañas.
Considerando esto, a D. Adrián no le pasó por el pensamiento que el bueno de
Iturralde podía concederle la vida. Conocía cómo las gastaba Zumalacárregui y
con qué inflexible severidad, razón indudable de sus éxitos, hacía cumplir sus
determinaciones. A D. Tomás no le trataba; pero en Pamplona y en casa de la
familia de unos parientes de su mujer (la de Ulibarri) había conocido a Doña
Pancracia -12- Ollo, (la esposa del General), y a las
niñas, que eran, por cierto, paliduchas y de pocas carnes. Las vela en las
tinieblas de aquel fúnebre encierro, a la luz de su mente, cual si delante las
tuviera.
Entró al fin en la estancia, por un alto ventanillo
guarnecido de telarañas, la luz matinal, y con las primeras claridades entró
por la puerta un hombre. Mejor será decir que le introdujeron como a la fuerza,
cerrando después. Ulibarri había podido hacerse cargo de la estrechez de la
prisión, ocupada en su mitad por trastos viejos de iglesia, restos de bancos,
túmulos y retablos en ruinas, todo hecho pedazos y cubierto de polvo y
telarañas. En el montón más bajo se había sentado el reo, bebiendo un trago de
vino momentos antes de que penetrara el hombre cuya presencia se determinó por
una escueta y larga proyección negra y un sonidillo de espuelas. Era
indudablemente un clérigo, de alta estatura, que vestía balandrán abierto y
había venido a caballo. «Quizás en mula -pensó Ulibarri-; en mula, que es más
propio».
Frente a frente el uno del otro, el reo intentó decir la
primera palabra; pero, no acertando a formularla, aguardó silencioso, seguro de
que el sacerdote, a quien correspondía decirla, se despacharía muy a gusto de
entrambos. Aumentada gradualmente la claridad, se fue dibujando la figura de
Don Adrián Ulibarri, alto, casi giganteo, de proporcionada grosura, cabellos
blancos, de -13- rostro grave y ceñudo, totalmente afeitado,
tipo de rústico noble. Y como transcurrían lúgubres los segundos sin que el
clérigo se arrancara con la fórmula religiosa del caso, el reo se impacientó, y
la curiosidad y desasosiego le picaban extraordinariamente. Miró al otro; el
otro no le miraba, y cruzadas las manos inclinaba al suelo su rostro, más que
pálido, amarillo como cera de réquiem. Entablose un diálogo de suspiros, pues
al hondísimo que exhaló el alcalde contestó el clérigo con otro que más bien
parecía el mugido de un buey en la antesala del matadero; y así, con este
patético lenguaje, departieron un rato, hasta que Ulibarri, no pudiendo
aguantar que prolongara su agonía el que aliviársela debiera, fue vencido e su
genio impetuoso y lanzó el terno habitual en sus labios, seguido de palabras de
calurosa impaciencia.
Irguió por fin el clérigo su cuerpo encorvado, y llevándose
las manos a la cabeza, soltó con voz opaca, enronquecida por emoción muy viva,
estas singulares expresiones: «Sr. D. Adrián, me han traído para auxiliar a
usted, y yo no puedo... ¿Para qué me han traído, si no puedo ni debo...? Bien
sabe Dios que quisiera morirme en este instante, que debiera morirme en su
presencia... Lo diré claro y pronto: soy José Fago».
Oyó este nombre Ulibarri cual si fuera la descarga cerrada
que debía cortar su existencia. Se había puesto en pie, dando un paso hacia el
sacerdote, cuando éste, con tales
-14- aspavientos, tomaba la
palabra; pero el Yo soy José Fago fue como un disparo que lanzó al infeliz reo
contra el montón de madera rota, dejándole arrumbado en él, abierto de manos y
piernas, la cabeza rebotando en la pared.
«Soy José Fago -repitió el otro encorvándose de nuevo hacia
adelante y cruzando las manos- y no está bien que quien ha ofendido a usted
gravemente, ahora reciba su confesión. Éste es un caso en que el malo no puede,
no debe ser confesor del bueno... Tres años hace que no nos hemos visto, y en
esos tres años, Sr. D. Adrián de mi alma, han pasado cosas que usted debe
saber, para que no me crea peor de lo que soy; para que usted, hombre recto y
puro, juzgue a este pecador, y...». Ahogado por el llanto, y sin que Ulibarri
contestase palabra alguna, pues ni voz ni aun conocimiento parecía tener, Fago
tomó aliento y tragó mucha saliva antes de continuar sus doloridas
lamentaciones.
«Dios, que ve nuestras almas -dijo-, sabe que en este reo soy
yo, y usted el sacerdote».
Un bramido de Ulibarri indicaba, sin duda, su conformidad con
declaración tan grave. Y el otro, cayendo de rodillas, como penitente cuyo corazón
se despedaza, siguió: «El señor D. Adrián debe saber que este hombre sin
ventura puso término a su existencia borrascosa abrazando, con pleno
arrepentimiento de aquella vida, el estado eclesiástico. -15-
Dos padres de Veruela me acogieron moribundo de cuerpo, dañado del alma,
y me curaron, enseñándome los caminos de Dios, contrarios a los del pecado, por
donde yo venía. De Veruela pasé a Jaca, donde recibí enseñanza eclesiástica; de
Jaca lleváronme a Oloron, de Francia, y, allí canté misa. Diferentes
vicisitudes trajéronme luego a Fuenterrabía, y de allí a Oñate, donde
continuaba mis estudios cuando sobrevino esta espantosa guerra. El Sr.
Arespacochaga me tomó de capellán, y con él heme incorporado al Cuartel Real,
al que sigo por obediencia y reconocimiento a mis favorecedores... Dios ha
querido someterme a esta prueba durísima, poniendo mi conciencia, aún turbada,
frente a la del hombre en quien reconozco las virtudes que yo no tuve. ¡Y me
traen a auxiliarle en su muerte, a mí que necesito del auxilio de su perdón
para poder dar tranquilidad a mi vida tristísima! ¡Y me dicen: «Confiésale,
para que podamos matarle...», a mí que en rigor de justicia debiera recibir de
esas nobles manos la muerte, a mí que no acierto a ejercer ahora mi carácter
sacerdotal, pues antes de perdonar en nombre de Dios necesito que en nombre de
Dios se me perdone...! Para esto, noble señor mío, es forzoso que yo declare y
confiese mis delitos, anteriores a mi conversión, en aquellos días en que mi
vida era toda libertinaje, escándalo, vergüenza... Y firme en mi conciencia,
declaro que mi ceguedad me llevó a los mayores vilipendios. Yo, José Fago, -16-
seduje y arrebaté del hogar paterno a la hija única de D. Adrián
Ulibarri, ante quien depongo ahora todo el fárrago de mis culpas. Enamorado de
Saloma, que así nombraban familiarmente a Salomé, y no pudiendo obtener de
usted el consentimiento para casarme con ella, la hice mía con escándalo...
Huimos a las Villas de Aragón, y de allí a tierra de Barbastro... Después
pasaron cosas que usted ignora, o que sabe por noticias incompletas, lejanas, y
yo he de decírselas ahora con sinceridad y contrición, como si hablara con Dios
en el tribunal de la penitencia. Ahora es usted mi sacerdote... Óigame, D.
Adrián».
Más aterrado que curioso, en aquella inopinada fase de su
agonía, el alcalde no remuzgaba1. Su mano inquieta golpeaba un rimero de
palitroques. Del montón de madera despedazada caían por el suelo doradas
astillas, trozos con cabecitas de ángel y florones churriguerescos. Al propio
tiempo, el duro cráneo del reo golpeaba con ritmo lúgubre la pared, y el polvo
ensuciaba su venerable canicie.
Y el penitente, humillando su rostro en el suelo, como si
besar quisiera las frías baldosas, decía: «Mi carácter violento, mis hábitos de
disolución y el desorden de mi conducta fueron causa de que, a los tres meses
de aquella vida errante, Saloma y yo pareciéramos enemigos encarnizados más que
amigos o amantes. Una noche de Diciembre, la infeliz huyó de mi lado... No he
vuelto -17- a verla más, ni a saber de ella... Entrome
furor de encontrarla, que fue como la renovación del amor primero. Revolví toda
la tierra de Barbastro y luego las Cinco Villas buscándola. ¡Inútil!... Pasaba
yo por loco, y en los pueblos se asustaban de verme. Allá me apedreaban, aquí
me prendían. Fui de cárcel en cárcel: en Ejea de los Caballeros caí gravemente
enfermo de calenturas, que me tuvieron un mes largo entre la vida y la muerte.
Al revivir era idiota: no me acordaba de Saloma ni de cosa alguna. Pasé no sé
cuánto tiempo en un muladar, y mis amigos eran los cerdos, y mi alimento lo que
querían arrojarme unos aldeanos compasivos de Añosa de Torreseca... Pero de
esta crisis salió no sé cómo la renovación de mi ser; en mí encendió el Señor
un espíritu nuevo, y pude decir: «¡Oh Dios!, en Ti resucito, y te reconozco, y
a Ti me entrego». ¿Quién me llevó a Veruela? Una viejecita medio ciega que
pedía limosna. Guiándonos el uno al otro por senderos y atajos, ella sin vista,
extenuado yo y sin poder andar más que en jornadas cortísimas, llegamos por fin
a la paz del monasterio, donde yo había de encontrar la salud del cuerpo y del
alma... Lo demás, antes lo dije. No quiero cansarle, Don Adrián...».
En este punto abriose la puerta, y una voz dijo: «¿Estamos
ya?...» seguido de un refunfuño de impaciencia que, traducido al lenguaje, era
poco más o menos así: «¡Con qué calma lo toman!... En campaña, ¡rediós!, -18-
hay que abreviar el sacramento...». Y luego, en voz alta: «Que salimos,
que nos vamos... Despachen de una vez».
Levantose Fago del suelo, y sin atender a las voces de fuera,
porque el estado de su ánimo difícilmente se lo permitía, repitió la frase
culminante de su confesión: «No he vuelto a saber de ella, D. Adrián...
Créamelo, que hablando con usted ahora, hablando estoy con el Dios que nos ha
criado a todos, y que a todos ha de juzgamos». Algo quiso decir Ulibarri; pero
la voz no le salía de la garganta, y su intención no era poderosa para sacarla
a los labios. Lo que decir quiso era breve y tristísimo, palabras como éstas:
«Tú no has vuelto a verla... yo tampoco...».
Sonaron con tal estrépito las voces en el exterior, que ambos
hubieron de recaer violentamente en la realidad más inmediata, en la situación
efectiva y palpable. José Fago se arrodilló ante D. Adrián, y posando sus manos
respetuosamente sobre las rodillas de él, como las posaría sobre el ara
sagrada, le dijo:
«En este supremo trance, nunca visto, señor y padre mío, yo
me despojo de la autoridad que mi religión me da para perdonar los pecados,
seguro de que Dios a usted la transfiere, haciendo del penitente el sacerdote.
Hombre recto y cabal en todo tiempo, ahora es usted un santo. Ante el santo me
humillo yo, y le pido perdón del agravio que le hice, pues no me basta haber
descargado mi conciencia, en otras ocasiones, de los -19-
errores de mi vida, confesándolos con amargura y dolor; no me basta, no;
mi conciencia necesita ahora nuevo y definitivo descargo, reparación más eficaz
que ninguna otra, y de usted espera mi alma la paz que aún no ha logrado,
señor...». Levantose Ulibarri con soberano esfuerzo, pues el hombre parecía
moribundo, y soltó gravemente, con lentitud, estas patéticas expresiones: «José
Fago, yo te perdono para que te perdone Dios... y me perdone también a mí». Se
abrazaron con efusión, y Fago le besó las mejillas, mojadas de lágrimas
ardientes; le besó los cabellos blancos y acarició el cráneo del infeliz
alcalde de Miranda de Arga, que cinco minutos después era traspasado por cuatro
balas de fusil a espaldas de la ermita.
- II -
Bien sabe Dios que los que fusilaron al pobre Ulibarri
hiciéronlo compadecidos y en extremo pesarosos, cumpliendo a regañadientes la
inexorable Ordenanza, que arrancaba la vida a un hombre honrado, muy querido en
el país, sin otra culpa que la tibieza que mostraba por la llamada legitimidad,
y su amistad con Espoz y Mina, adhesión puramente personal y como de familia.
El capitán encargado de la ejecución estaba pálido -20-
como un muerto; un soldado se echó a llorar; pero todos supieron cumplir
su deber. Con esto, la retaguardia se puso en camino hacia Peralta con una
veintena de carros, que cargaban vituallas tomadas en Falces. José Fago,
llegándose al muerto, que yacía donde mismo había caído, dijo resueltamente:
«Yo no me voy sin enterrarle. Si me dejan aquí, que me dejen. Iré solo al
Cuartel Real, y nada me importa que me cojan los cristinos y hagan conmigo lo
que habéis hecho vosotros con este santo varón». Hablaba con dos carreteros y
tres soldados del 5.º de Navarra, que de fijo le habrían ayudado, si pudieran,
en la obra de misericordia. Algunos campesinos viejos, dos o tres ancianas y
bastantes chiquillos formaban círculo de curiosidad compasiva en tomo al
cadáver. Entre aquella pobre gente hubo alguien que trajo un azadón y una pala de
dos picos, que en el país llaman laya, y Fago no necesitó más para cavar la
fosa. Las viejas le ayudaban con el azadón, y él se las componía con la laya,
hincándola en tierra con el pie y levantando los duros terrones. Ahondando poco
a poco, pues su fuerza muscular no era entonces mucha, las lágrimas le rodaban
por las mejillas, y de la nariz y barba goteaban sobre el hoyo. Callaban todos;
pero con las lágrimas del cavador creyérase que se exteriorizaba su
pensamiento, y que éstos decían lo que la boca no sabía ni podía decir... Y
también pudiera creerse que los picos de la laya, al rasgar la -21-
tierra y separarla blandamente, hablaban con ella y que salían palabras
tristes del rumorcillo del hierro entre los pelmazones de la dura arcilla. Era
la misma confesión de antes, repetida, adicionada con nuevos conceptos y
explicaciones que debieron decirse y no se dijeron: «Yo no abandoné a Saloma,
como sin duda contaron malas lenguas. Fue ella quien a mí me abandonó, señor...
y notoriamente lo hizo, movida del miedo que llegaron a inspirarla mis
locuras... La culpa fue mía, y responsable soy de aquella desgracia... Yo la
quería... la quise más cuando huyó de mí... ¡Ay! si me hubiera muerto entonces,
como deseaba mientras iba en su busca, ardería en los infiernos, pues mi alma
era el depósito corrupto de todos los pecados mortales que es posible imaginar.
Pero Dios quiso salvarme y sanarme en vida, y me sanó, ¡ay de mí!, y, por fin,
me ha sometido al purgatorio horrendo de hoy; a ese paso terrible del cual creo
salir puro, Señor, enteramente redimido... enteramente sano...».
El hoyo no podía ser muy profundo, porque los carreteros
daban prisa, no queriendo dejar rezagado al clérigo del Cuartel Real. Pusieron
dentro de la tierra el cuerpo del alcalde, y rezando, Fago y las viejas iban
echándole tierra encima. Cubrieron primero todo el cuerpo, que había quedado
con alguna inclinación, el tronco más alto que los pies, y cuando ya no se vio
más que el rostro, y las lívidas facciones iban desapareciendo -22-
tras un velo de tierra, la emoción del capellán fue tan viva, que ni
respirar podía ya, y habría caído redondo al suelo si no le sostuvieran dos
mujeres del corro. Sin duda el rostro de Ulibarri le hablaba con tiernísimo
acento de despedida... «D. Adrián de mi alma -dijo Fago con gemidos, pues las
palabras no querían salir-, no la abandoné yo... sino ella a mí... por mi
culpa, por mis maldades... Yo le aseguro que no he vuelto a verla...». Diciendo
esto, era tal su afán, que habría dado su vida porque el rostro de Ulibarri le
hablase, o con un solo signo mudo le respondiese a esta pregunta: «¿Y usted ha
vuelto a verla? ¿Sabe usted de Saloma?...». En estas horribles ansias del
pensamiento y la voluntad, la cabeza del alcalde fue cubierta, y trabajando
todos con ahínco, el hoyo quedó lleno, y cristianamente sepultada la víctima de
las horribles leyes militares, obra maestra del infierno. De rodillas rezó Fago
sobre la sepultura, y cuando los carreteros le tiraban de los brazos para
llevársele, les dijo con desvarío: «Debiera yo ahora convertirme, por divina
sentencia, en cruz de piedra, para quedar aquí eternamente clavado sobre esta
sepultura». No creyéndose los otros obligados, por razón de su oficio militar,
a permanecer afligidos después de enterrado el alcalde, tomaron a broma lo de
la cruz, y como Fago se resistiese a seguirles, cogiéronle entre cuatro, y, que
quieras que no, a puñados le metieron en una de las galeras, entre sacos y
pellejos. Tan turbado -23- estaba el pobre capellán, que apenas se dio
cuenta de cómo le cogieron y embarcaron; ni oyó la gritería y los trallazos con
que se puso en marcha la cola del ejército para unirse al cuerpo del mismo, que
ya había pasado el Arga por Peralta.
Dos guapos chicos aragoneses acompañaban a Fago, tumbados sobre
el cargamento de la galera: uno de ellos, manco; el otro, cojo; inútiles de la
guerra y auxiliares de ella en aquel servicio de administración, por gusto y
querencia de la campaña facciosa. Apenas echó a andar la galera, rompieron a
cantar la graciosa rondalla, pues, en verdad, no veían ellos motivo alguno para
estar tristes. Hechos a los espectáculos de muerte y a presenciar cuantas
atrocidades caben en la fiereza humana, se habían impuesto un júbilo
filosófico, la sazón más propia de la clase de vida que llevaban. A cada
instante empinaban la bota, y compadecidos de su compañero de viaje, que
tumbado iba de largo a largo, descompuesto el rostro, sin más señales de vida
que los suspiros hondísimos con que a cada momento echaba el alma por la boca,
le requirieron a que bebiese, sin conseguirlo; mas tanto puede la ruda cortesía
aragonesa, que al fin, incorporándole uno, aplicándole el otro a los labios el
pito de la bota, hubo de reconocer el macilento cura que era bueno meter en su
estómago una corta porción de vino. Remediada con éste la extenuación de sus
fuerzas, el hombre vio claro en sí mismo;
-24- todo en él recobró
vitalidad, cuerpo y alma, el pensamiento y la conciencia. Al poco rato pidió
que le diesen el zaque y lo empinó, pensando que era improcedente y hasta
pecaminoso dejarse morir de tristeza e inanición. Avínose más adelante a comer
un poco de pan y medio chorizo, y cuando llegaban a Peralta ya era otro hombre:
sus facultades habían recobrado la franca lucidez de otros días; huyeron de su mente
las monstruosas quimeras, y vio el trágico suceso de Ulibarri en sus
proporciones efectivas, sin que por esta reversión a la realidad fuese menos
vivo el dolor que aquel caso le producía. La franqueza hidalga de los dos
chicos hubo de comunicársele, y platicaron de la guerra, del buen giro que
tomaba para la causa; de la pericia del General y del entusiasmo con que los
pueblos recibían al Rey legítimo. De uno en otro tema, Fago hizo recaer la
conversación en algo que tenazmente a su pensamiento se aferraba, y dijo a los
muchachos:
«El acento baturro muy pronunciado declara que son ustedes de
las Cinco Villas, quizás de Ejea de los Caballeros.
-No, señor -replicó el manco, jovencillo muy despierto, como
de veinte años-; yo soy de Petilla, lugar de tierra de Sos, y éste es de Júnez,
cuatro leguas de mi pueblo. Los dos nos venimos a la faición el mes de Mayo, y
lo mismico fue entrar yo en este sirvicio, que me lisiaron en la faición de
Muez... ya sabe... y me quedé inútil; pero
-25- tanto gusto le tomé a la
guerra, que no vuelvo a mi casa hasta que se acabe, si se acaba algún día, y ha
de ser cuando arreemos al Rey hasta los mismos Madriles.
-Yo estuve en la cuchipanda de San Fausto, pues, en el mes de
Agosto... -dijo el otro-. Maté más cristinos que pelos tengo en la cabeza...
Pero en Viana, el 3 de Septiembre, ya sabe... me atizaron un tanganazo en la
pierna, y aquí me tiene en la impedimenta, que es muy aburría... En cuanto
pueda me vuelvo a mi casa, donde hago más falta que aquí, ridiós... A la guerra
le llama a uno el gustico que da, pero también llama la casa, y el aquel de la
paz...».
El otro cantaba con voz agudísima y vibrante:
Navarrito, navarrito,
no seas tan fanfarrón,
que los cuartos de Navarra
no pasan en Aragón.
De confianza en confianza, el clérigo aceptó también un
cigarro; y empezando a chupar, habló así con sus compañeros de viaje: «Amigos
míos, yo les agradecería mucho que me dijesen si en algún lugar de las Villas
de Aragón habían conocido a una tal Saloma, o Salomé, que de ambos modos se la
llamaba... natural de Miranda de Arga...
-¿Saloma?... ¿Era por casualidad tuerta del derecho?
-Hombre, no; que Dios puso en su cara dos ojos negros,
hermosísimos...
-26-
-¿Baja de cuerpo y algo cargadica de espaldas?
-Quita allá. No ha nacido cuerpo más gallardo: ni grande ni
chico, ni gordo ni flaco, bien repartido de hueso y músculo... ¿Queréis más
señas? El habla dulce, el mirar sereno y un poquito triste; cara oval, manos un
tanto curtidas, pero de buena forma. Os pregunto si recordáis haberla visto,
porque ignoro si vive o muere, y la persona que podía informarme de su destino
no se hallaba en situación para referir cosas de este jaez. Me interesa saberlo
por puro interés de conciencia, pues si me aseguran que murió, rezaré todos los
días de mi vida por su eterno descanso; y si llegara a mí noticia que vive,
evitaría cuidadosamente el topar con ella, y pediría a Dios en mis oraciones
que la hiciese buena y feliz. Os lo digo con absoluta sinceridad, porque tenéis
buen fondo, sois honrados y sentiréis la rectitud con que os hablo de estas
cosas».
Procuraron hacer memoria los baturros; mas ninguno de los dos
pudo dar referencia exacta de la descarriada moza, y comprendiendo Fago que no
era discreto tratar de aquel asunto con gente inferior, recogió sus ideas, las
cuales, aun después de confortado el cerebro con el corto alimento, permanecían
dispersas. Ejerció presión de voluntad sobre sí, y se dijo: «Serénate, hijo, y
mira bien el hábito que vistes, y la mesura a que estás obligado por tu
ministerio. El caso inaudito de D. Adrián Ulibarri te ha trastornado -27-
la cabeza, y ya es hora de que al estado de perfecto reposo espiritual
en que la oración, el estudio y una vida ordenada y pura te pusieron... Medita
y calla».
- III -
Cerca ya de Peralta, los disparos que oyeron y la columna de
negro humo que del pueblo salía, enroscándose, pausada y lúgubre, les anunciaron
que Zumalacárregui había mandado atacar el fuerte defendido por los urbanos. Si
tenaces y fieros eran, los sitiadores, no les iban en zaga los de dentro,
mandados por un tal Iracheta, de casta de leones. Ansioso de ver de cerca el
combate, saltó Fago de la galera y adelantose al pueblo. Sentía inexplicable
comezón de impresiones trágicas, y anhelo de ver que el furor de los hombres
con toda fuerza se desplegara. Y sin darse cuenta de lo mal que cuadraba esta
querencia con su anterior propósito de recobrar la quietud del alma, obra del
estudio y la oración, su mente, no bien curada aún de la fiebre poemática,
ansiaba el espectáculo de la historia viva, de la página contemplada antes de
perder en las manos del historiador el encanto de la realidad.
-28-
No pudo aproximarse al lugar donde batían el cobre, porque el
pueblo estaba circundado de tropas, que no dejaban fácilmente espacio a los
curiosos. De adobes eran las casas de Peralta, frágiles y esponjosas,
edificadas sobre terreno desigual. En la joroba del centro, más alta que las
demás, alzábase la iglesia, de sillería, convertida en fuerte desde el mando de
Rodil; sólida y robusta posición que aquel día hicieron inexpugnable unos
cuantos urbanos con su increíble tesón. El bueno de Fago pudo observar que,
dueños los facciosos de toda la parte baja del pueblo, sacaban de las casas
cuanto podía servirles para reforzar los parapetos en derredor de la iglesia, y
tal acopio de colchones hicieron, que no debía quedar uno para muestra. Por una
callejuela enfilada al centro, Fago veía movibles figuras tiznadas; los tiros
sonaban continuamente, sin que se sintiera ese rumor extraño que indica
victoria o esperanzas de ella; voces de mando llegaban hasta afuera, airadas,
blasfemantes. Por fin, como nada sacara en limpio de su fisgoneo por los
contornos de la acción bélica, y además se sintiera cansado y algo aburrido,
alejose hacia el campo, donde había tropas que estaban mano sobre mano. Allí
oyó decir: «Nada se conseguirá sin artillería. Es perder vidas y tiempo». Más
allá los soldados de Villarreal mostraban hastío, impaciencia de que el General
dispusiera levantar el sitio de Peralta, que llevaba traza de interminable. No
tardó el curita -29- en participar del aburrimiento de la tropa,
y en verdad que aquella página militar no le resultaba interesante y quería
volverla pronto, imaginando hallar en la siguiente asunto menos fastidioso. Un
capellán del 7.º, que le conocía de Oñate, agregose a él en busca de palique,
obsequiándole al propio tiempo con una sustanciosa merienda. Comieron y
bebieron en una venta, pasado el puente sobre el Arga, camino de Marcilla, y
luego platicaron de guerra y política todo lo que les dio la gana, viendo de
lejos las humaredas pavorosas. Era el capellán en extremo hablador, con lo que
se dice que era pequeñuelo, vivaracho y de corta nariz. Presumía de gran
estratégico, y no reconocía en artes de guerra más superioridad que la del
General de la causa. «Don Tomás me dispense -decía-; pero estamos perdiendo un
tiempo precioso. Y ha de saber usted, amigo Fago, que este D. Fermín Iracheta
que manda los urbanos es uno de los hombres más templados de Navarra. Amigo es
de nuestro General, y conociéndose como se conocen, están ahí jugando a cuál es
más bravo y terco. Había usted de ver las comunicaciones que se cruzaron esta
mañana entre Zumalacárregui y el jefe de los urbanos: «Fermín, que te rindas».
Y el otro: «Tomás, no me da la gana...». «Fermín, que vas a morir abrasado...».
«Tomás, bonita muerte con el frío que hace...». Y tiros van, tiros vienen; pero
lo que es el fuerte no se rinde... ¿Y quién creerá usted que llevaba del
fuerte -30- a los parapetos y viceversa los papelitos
con el ríndete y el no me rindo? Pues una vieja del pueblo, la cual fue ama de
cría de Iracheta, loba navarra que dio la teta a ese nuevo Rómulo. En la plaza
había usted de verla esta tarde vociferando delante del General, con estas
expresiones: «Váyase de aquí, D. Tomás, que ése tiene la cabeza muy dura».
Ya iba fijando Fago su atención en el suceso de Peralta, que
tan insignificante le había parecido, y acabó de interesarse en él oyendo
contar a su colega Ibarburu, que así se llamaba el capellancito, el estupendo
ardid ideado por el sitiador para quebrantar la entereza del valeroso caudillo
de los urbanos. «Sepa usted que la esposa de Iracheta fue llevada esta tarde al
pie del muro, y rompiendo a llorar se puso a gritarle: «Ríndete, Fermín,
ríndete, que si no pegarán fuego a la iglesia y pereceréis todos
achicharrados...». Y él, ¿qué hizo? Asomar por una de las ventanas y decirle:
«O te quitas de ahí ahora mismo, puerca, y te vas a casa, o hacemos fuego sobre
ti. Fermín Iracheta sabe morir; pero no sabe deshonrarse». ¿Qué tal?... Con
hombres de esta fibra, ¿no podríamos conquistar el mundo? ¡Lástima que Iracheta
no sea de los nuestros! Pero lo será. La causa conquista poco a poco el suelo y
los corazones: vamos al triunfo de Dios y del Rey; pero pronto, prontito... La
fruta está madura. La caterva cristina no espera más que una buena coyuntura
para venirse acá. -31- Se le conoce en la manera de combatir.
¿Quiere usted que le diga mi opinión con toda franqueza? Pues ya debemos soltar
los andadores; más claro, ya no nos hace falta el arrimo de los montes
navarros. Al llano, señores. A pasar pronto ese gran Ebro, famoso entre los
ríos; a Miranda, o más seguro, a Ezcaray y Pradoluengo, para proveemos de
paños, y caer de allí sobre Burgos como la maza de Fraga. Una vez en Burgos,
las Potencias nos reconocen, y a Madrid con los faroles».
Oyendo estas cosas, Fago meditaba mirando al suelo, y
momentos después, mientras Ibarburu, infatigable charlador, pegaba la hebra con
unos militares que entraron a refrescar, sintió un sueño intensísimo, como
hombre que ya llevaba unas treinta horas sin dormir: arrimándose al ángulo en
que se juntaban los asientos, apoyó la cabeza en la pared y se quedó dormido
con la boca abierta. Su sueño febril era como esos monólogos cerebrales en que
ovillamos y desovillamos una idea; monólogo en el cual Fago se reconocía
también estratégico, pues tenía el sentido geográfico, o de las distancias y
diferencias de altura entre los terrenos. Sin haberlo estudiado, conocía la
importancia y valor de los ríos y los montes, de las divisorias y sus puertos,
que permiten comunicar una con otra cuenca. Y asociando con estas ideas
teóricas su conocimiento práctico de diferentes territorios, recorría
mentalmente la Canal de Berdún, que conocía
-32- palmo a palmo; el puerto de
Loarre, que separa las aguas del Gállego de las del Cinca; los valles de Hecho
y Ansó en la montaña, y en tierra baja, las Cinco Villas de Aragón, de reseco y
quebrado suelo, surcado por ríos miseros en verano, y en invierno
torrenciales... Al recargarse el sueño, se le confundían estas nociones
geográficas con sus recuerdos del país vasco, los valles profundos del Urola,
Deva y Oria, las eminencias de Elosua y Pagochaeta, junto a Azpeitia, y en la
vecindad de Oñate, las sierras de Elguea y Aránzazu. Peñas y corrientes de agua
rondaban por su cerebro, juntamente con subidas y bajadas y mucho ir y venir de
hombres presurosos... En esto le despertaron tirándole de los pies, y oyó
toques de tambor y cometas, ruido de marcha, gran rebullicio de gente.
Salió a la puerta del parador restregándose los ojos. Era
noche oscura, alumbrada por los fulgores siniestros de Peralta, que ardía por
entero. Levantado el sitio del fuerte, por ser los urbanos y su jefe Iracheta
muy duros de pelar, los facciosos anegaron el suelo soltando las cubas de vino
en todas las bodegas, y se dirigieron presurosos a Villafranca, donde también
había fuerte y urbanos. Desfilaban ordenadamente los batallones, cuando el
clérigo, triste, salió al camino y se entregó a la corriente humana, marchando
maquinalmente al paso de la tropa, sin preguntar adónde iba. Toda la noche anduvieron
a regular paso, y al amanecer -33- pasaban el Aragón por Marcilla. En este
pueblo, tomando la mañana, topó Fago otra vez con su amigo Ibarburu, el
capellán hablador, y por él supo que en Villafranca se esperaba una reñida
pelea con la guarnición cristina. Se decía también que salía de Pamplona un
cuerpo de ejército para provocar a Zumalacárregui a batalla campal en la
Solana, al retirarse de la Ribera.
Dudó Fago si incorporarse al Cuartel Real, que sólo estaba a
dos leguas de aquel pueblo, o seguir perdido entre el ejército de
Zumalacárregui. Aún no había visto al afamado guerrero, al organizador genial
que de gavillas indisciplinadas hizo formidables batallones; al que con su
extraordinaria pericia había tenido en jaque a las tropas de la Reina, mandadas
primero por Sarsfield, después por Quesada y últimamente por Rodil. En la mente
del clérigo, la figura del héroe de aquella guerra se agigantaba de tal modo,
que, con su anhelo de verle de cerca y hablarle y oírle, se confundía el temor
de que tan grande gloriosa figura se le deslustrara al pasar de la ilusión a la
verdad. En Villafranca quedó satisfecha su ardiente curiosidad, en ocasión y
forma que se verá después.
-34-
- IV -
Los urbanos o cívicos (que de entrambos modos se les llamaba)
defensores de Villafranca no eran menos templados que los del otro pueblo, y
como allá, se encastillaron en la iglesia, el único edificio sólido y fuerte de
la villa, la cual parecí de barro y yesca, como la tierra circundante. Los
carlistas situaron a la puerta del templo los dos únicos cañoncitos que
llevaban, y batiéronla y se hicieron dueños de ella. Replegáronse los urbanos
en la torre, de robusta construcción, y con ellos se encerraron sus hijos y
mujeres. Debe advertirse que, si en el vecindario dominaba la opinión facciosa,
no eran pocos lo cristinos furibundos; y enconadas las pasiones, el sexo
femenino, con su locuaz vehemencia, exaltaba el ánimo de los hombres y les
hacía sanguinarios y feroces. Al encastillarse con sus maridos en la torre, las
urbanas, antes que por un móvil heroico, hacíanlo por miedo a las uñas y a las
lenguas de las mujeres del otro bando.
Ganada la iglesia por los facciosos, resolvieron pegarle
fuego. Los lugares sagrados, mediante una breve salvedad de conciencia, caen
también dentro del fuero de guerra, y los militares atan y desatan al demonio
según -35- les conviene. Hacinaron bancos, túmulos y
confesionarios; metieron mucha paja, y poco después las imágenes se veían
envueltas en humo que no era de incienso. Antes se había cuidado de poner a
salvo las Sagradas Formas, que llevaron a la ermita de Santa Ana, sin que en
ello prestara ayuda el bueno de Fago, el cual, atónito, presenciaba cosas tan
extrañas y nunca vistas. Impávidos en la elevada torre, los cívicos hacían
fuego certero desde el campanario; tenían municiones abundantes y los víveres
precisos para resistir; apuntaban bien y mataban todo lo que podían. Vino la
noche, y como el fuego de la iglesia no cundiese con rapidez, metieron los
sitiadores más paja, atizaron de firme, y el altar mayor, que era un armatoste
grandísimo y muy apropiado a la propagación del incendio, llevó las llamas a la
techumbre. Por fuera, guedejas de humo negro y espesísimo coronaban el
caballete, enroscándose, por causa del viento, en dirección opuesta a la torre,
lo que daba algún respiro a los urbanos. Y el tiroteo no cesaba. La claridad
del incendio permitió a los sitiados hacer puntería, y con las balas salían del
campanario apóstrofes injuriosos y cuchufletas impropias de la gravedad de la
contienda. Las mujeres chillaban más que los hombres.
Durante la noche ardió parte del tejado y el tramo superior
de la escalera del campanario, la cual era exenta y se apoyaba en el caballete,
quedando así incomunicados los
-36- cívicos y sus mujeres y
chiquillos; mas no por eso menos decididos a defenderse a todo trance. Lo peor
fue que el humo, penetrando en la torre por diferentes huecos, les molestaba
más de lo que quisieran; a media noche parlamentaron con los sitiadores por un
ventanucho ojival, distante como doce varas del suelo, y, reiterando el
propósito de no rendirse, pidieron al General consintiese la salida de las
mujeres y niños, que no merecían correr la triste suerte de los hombres. Oyó
esta propuesta Zaratiegui, que al pie de la torre vino con tal objeto, y al
punto fue a ver al jefe, alojado en la Rectoral, y que, según se dijo, estaba
pasando una noche de perros, molestado por el mal de orina que aquejarle solía.
Con la respuesta consoladora de que se salvase a las mujeres, volvió Zaratiegui
al poco rato; pero como el fuego había devorado la escalera superior, y los
sitiados no tenían escalas ni cosa semejante, se discurrió suministrarles
medios de salvamento. Toda la madrugada duró el trajín para reunir sogas y
hacer con ellas y palitroques escalas de bastante resistencia para el objeto, y
no hay que decir que esta operación fue como un paréntesis de esparcimiento y
jovialidad en la cruelísima lucha. Fago ayudaba en aquella faena con gran celo
y actividad, y sus manos encallecieron de tanto hacer nudos con ásperos
cáñamos. Él fue el primero que, encaramado en los hombros de un gastador, y
valiéndose de una larga percha, alargó el rollo de cuerda -37-
para que lo cogiese la mano flaca, perteneciente a un enjuto y tiznado
brazo, que se estiraba en la ventana ojival. Dueños ya de una soga, los
sitiados subieron con ella las escalas y todo el aparejo necesario para el
salvamento.
Habríale gustado a Fago encontrarse arriba para prestar su
concurso en el dificilísimo y peligroso descendimiento; se le ocurrían
advertencias de aparejador mañoso, y haciendo bocina con sus manos gritaba:
«¿Tenéis un madero fuerte?... ¿No?... Pues asegurad la cuerda en el pivote de
las campanas, no en la barandilla, que parece endeble... Sujetad a las mujeres
con cuerdas por bajo de los sobacos y retenedlas a medida que vayan
bajando...». Prolongose la tregua hasta la mañana para que tuvieran tiempo los
sitiados de disponer lo conveniente, y los facciosos, luego que retiraron sus
heridos y muertos, descansaban, confiados en que tras de las mujeres se
descolgarían los hombres, rindiéndose a discreción. Era gran locura o necedad
obstinarse en la resistencia, rodeados de llamas y humo, sin esperanza de que
vinieran tropas de Pamplona a socorrerles. En esta confianza, no se curaban de
atizar el fuego, que parecía encalmado después de medía noche por la quietud
del aire. A lo largo del caballete corrían llamitas fantásticas, graciosas, en
algunos puntos humorísticas, que hacían mil figuras, signos de un lenguaje
luminoso, semejante al dulce platicar de los tizones de una chimenea. A -38-
ratos, avivada la lumbre por una racha de viento, alumbraba con
siniestro resplandor la plaza y calles circundantes, enrojeciendo las fachadas
de las viviendas y las caras de los soldados. El pueblo no dormía; todos los
vecinos estaban en la calle, mirando a la torre, aún entera, erguida, arrogante
en medio de tanta desolación, despertando el interés de los seres vivos, que
tienen alma. Callaban sus campanas; pero todo en ella era rostro y muda
expresión, que decía: yo vivo, yo pienso, yo padezco.
Al despuntar el día se intimó desde abajo que despacharan
pronto, y comenzaron a reunirse gentes diversas en los sitios más próximos a la
torre. Zaratiegui mandó que no se permitiera acercarse a las mujeres; pero
éstas, en fuerte pelotón, gravitaron sobre la línea de soldados, y convencidos
éstos de que no se podía con ellas, dejáronlas llegar adonde quisieron.
Conviniendo mucho a la facción contemporizar con el vecindario de los pueblos
adictos y aun halagar sus pasiones, se toleraba a las mujeres de la causa todos
los alborotos, chillidos y escandaleras que no perjudicasen a la moral del
soldado; moral militar, se entiende, que de la otra no tenía por qué cuidarse
la Ordenanza. No bien empezó la operación de descolgar las hembras y criaturas,
la muchedumbre no pudo contener su inquietud. Las mujeres de los urbanos no
eran bien miradas en el pueblo. Rivalidades de familia, que la feroz política
exacerbaba, produjeron escisiones, continuas
-39- querellas, habladurías. La
Fulana, por ser cívica, había llegado a tener mal concepto entre sus
convecinas. La Zutana, carlista furibunda, era motejada entre el bello sexo
urbano del modo más cruel. Así es la política, en las aldeas como en las
ciudades populosas. El día anterior, las hembras encerradas con sus maridos en
la torre, mientras éstos hacían fuego, insultaban a las facciosas. «Ya sabes
dónde te has puesto, bribona -les contestaban éstas, chiflando
desaforadamente-. Abajo eras carraca, y arriba campana. No voltees mucho, que
puedes caerte...». Y como las bravatas de las urbanas terminaron pidiendo
misericordia, y se les permitió el descenso, que era como concederles la vida,
al comenzar el acto caritativo, las señoras de la causa no pudieron contener su
inquina, y allí fue el cantarles el Trágala y el ponerlas de oro y azul.
Bajaron primero tres niños: los de arriba poníanles cuidadosamente en los
últimos peldaños de la escala, y eran recogidos por soldados que trepaban
cuidadosamente para esta operación. El descenso se hacía paso a paso,
presenciado con ansiedad por unos y otros. Llegaron a tierra felizmente los
chiquillos, y fueron auxiliados al punto de ropa y comida, pues se hallaban
ateridos y muertecitos de hambre. Al descender la primera urbana, la
muchedumbre la saludó con aullidos de burla, por ser la que el día anterior con
más desvergüenza injuriaba a los facciosos. «Anda, gran púa, saltamontes... ya -40-
ves cómo te perdonamos... Merecías colgar ahorcada, y te descolgamos con
vida...». La segunda, que era de libras, fue asegurada con una cuerda por
debajo de los sobacos, y así la iban aguantando en el penoso descenso por si
acaso faltaba la escala. «Anda, anda, y no te tapes, descaradota. ¡Tapujos
ahora, si cuando debías taparte no lo hiciste!... ¡Miren que salir ahora con
vergüenzas!... ¿Vergüenza tú?»
En esto ocurrió un incidente que excitó más los ánimos, y en
un tris estuvo que se malograse la difícil operación de salvamento. Un soldado
llamado Díaz, natural de Lerín, mozo de mucha viveza y travesura, que ayudaba
en el trajín de las escalas, se pasó de un brinco a la parte de tejado que aún
se conservaba libre del fuego y se aproximó al boquete de la destruida escalera
de la torre, el cual los sitiados habían tapado malamente con cascote y
maderas. Creyeron, sin duda, los urbanos que se trataba de atizar candela por
el interior de la torre, y sin encomendarse a Dios ni al diablo, ínterin
descendían trabajosamente las hembras, hicieron fuego sobre Díaz y le hirieron
en la paletilla. No hay para qué decir que se armó gran tumulto, y que la falta
o ligereza de los sitiados, por poco la pagan con su vida las tres pobres
mujeres que en aquel momento descendían, hallándose una a pocos pasos del
suelo, otra a mitad del espacio y la tercera arriba, tratando de afianzar sus
pies para descender. Si no contienen a
-41- las mujeronas de la causa
que al pie de la torre chillaban, fácil hubiera sido que éstas rompieran la
cuerda y que se estrellaran dos por lo menos de las tres infelices que estaban
en el aire. La agitación era grande; el de Lerín bajó rápidamente con el hombro
ensangrentado; las cívicas de la torre lloraban afligidas; las otras las
insultaban; gritaban todos. Algunos querían matarlas, para castigar en ellas la
increíble torpeza de los urbanos, que así rompían la tregua y respondían tan
indignamente a la generosidad con que se les había concedido la vida de sus
esposas. Se avisó al General en jefe, y pronto cundió entre la muchedumbre la
voz: «¡Ya viene ya viene!...». Los soldados, a culatazo limpio, quisieron
despejar, y se arremolinó el mujerío procaz; pero al fin, donde menos parecía
que pudiera abrirse un hueco, el hueco se abrió, y este hueco en la masa humana
lo fue aumentando la tropa por el procedimiento sencillísimo de arrear golpes a
diestro y siniestro sin reparar en pechos, espaldas ni barrigas, hasta formar
como una plazoleta vacía de gente. Esto no bastaba, y continuaron rompiendo
calle por entre el apretado gentío, hasta comunicar con la casa del cura, donde
se alojaba el General de los ejércitos de Carlos V. Consta que el héroe,
hallándose frente a la ventana de su habitación, ocupado en cosa tan vulgar
como afeitarse, veía descender las hembras por la escala, y al oír el tiro y la
algazara que se produjo, apresuró la operación barberil, -42-
en la que comúnmente perdía muy poco de su precioso tiempo, y todavía
con algo de jabón pegado a las orejas, poniéndose la zamarra y abrochándose los
cordones, salió a la salita próxima, donde le aguardaban su ayudante Plaza, dos
o tres notables del pueblo y el cura D. Fabricio, que, aunque furibundo
sectario de la legitimidad, no se consolaba del incendio y destrucción de su
querida iglesia. Al entrar D. Tomás, el reverendo, dando un puñetazo en la mesa
y apretando los dientes, decía: «¡Guaidiós, que esas hi-de-porra, malas
chandras, tienen la culpa de todo! Yo que usted, mi General; yo, Fabricio
Gallipienzo, en vez de colgar esa carne podrida afuera, la habría colgado
dentro de la santísima iglesia, cuando ardían los santísimos altares, para que
se les ahumaran bien los tocinos».
- V -
«Gracias a Dios -se dijo Fago- que voy a ver a ese portento,
el caudillo de los soldados de la Fe, el Macabeo redivivo». Y poniéndose en el
sitio que creía mejor, no quitaba los ojos del camino que debía traer el héroe
viniendo de la Rectoral. Rodeado, más bien seguido, de diversa gente
militar, -43- paisana y eclesiástica, apareció
Zumalacárregui, andando con viveza, la boina azul de las comunes muy calada
sobre el entrecejo, ceñidos los cordones de la zamarra, botas altas, en la mano
un látigo. Le precedían dos perros de caza, blancos con lunares canelos, que
olfateaban a los soldados y agradecían sus caricias. Era el General de
aventajada estatura y regulares carnes, con un hombro más alto que otro. Por
esto, y por su ligera inclinación hacia adelante, efecto sin duda de un
padecimiento renal, no era su cuerpo tan garboso como debiera. En él clavó sus
ojos Fago, examinándole bien la cara, y al pronto se desilusionó enteramente,
pues se lo figuraba de facciones duras, abultadas y terroríficas, con hermosura
semejante a la de algunas imágenes de la clase de tropa, como los guerreros
bíblicos Aarón, Sansón y Josué. Como en aquel tiempo no circulaban retratos de
celebridades, bien se explica que Fago no tuviese conocimiento de la estampa
real del caudillo, el cual era un tipo melancólico, adusto, cara de sufrimiento
y meditación. La firmeza de su voluntad se revelaba más en el trato que a la
simple contemplación del rostro, y había que oírle expresar sus deseos, siempre
en el tono de mandatos indiscutibles, para comprender su temple extraordinario
de gobernador de hombres, de amasador de voluntades dentro del férreo puño de
la suya.
Con tan intensa atención le miraba el bueno de Fago, que, si
en aquel punto dejase de -44- verle, nunca más olvidaría el rostro enjuto
y tostado, la nariz fina, bien cortada y picuda, el entrecejo melancólico, el
bigote negro, que enlazaba con las patillitas recortadas desde la oreja, el
maxilar duro y bien marcado bajo la piel. Su voz era un tanto velada; el mirar,
grave, sin fiereza en aquel momento. Después de cambiar algunas palabras con
Zaratiegui y otros que allí mandaban, llegose a las urbanas, que acababan de
poner el pie en tierra, y arreó a cada una un par de latigazos, diciéndoles
iracundo: «Bribonas, por culpa vuestra perecerán esos desgraciados... Y ya veis
cómo corresponden a mi generosidad. ¿Qué demonios hacíais vosotras en la torre
ni qué teníais que pintar arriba, condenadas? Y si yo mandase fusilar ahora
mismo a la que no acreditara ser esposa, hija o hermana de algún urbano, ¿qué
diríais?; a ver, ¿qué diríais?» No decían nada las pobrecitas: tal era su
terror. Y por contera del discurso, ¡zas!, otro par de latigazos a cada una,
agraciando también a la que en aquel momento ponía el pie en tierra. Con
aclamaciones y vítores acogió la multitud las palabras y el hecho del General,
que por tales medios halagar quería las pasiones populares, movido de un fin
político. En aquella terrible guerra, más que ganar batallas, urgía sostener el
tesón de la causa, y esto no se lograba sino aboliendo en absoluto toda
compasión delante de los sectarios; tratando con crueldad al enemigo fuerte,
con menosprecio al débil, para que cundiese
-45- y se afianzase la idea de
que el cristino era forzosamente, por naturaleza, un ser inferior, abyecto,
indigno hasta de las consideraciones más elementales. Sólo así se formaba un
partido viril, duro, resistente a toda adversidad. Para poder lanzar
confiadamente las masas de hombres a combates desesperados era forzoso encender
en ellos sentimientos de implacable furor, los cuales debían tomar cebo y
sustancia de los odios mujeriles. El genio de Zumalacárregui veía este resorte,
por muchos inapreciable, del mecanismo de la guerra, y quería producir la
ferocidad del varón con las pasioncillas villanas de la hembra. Azotó a las
mujeres de los urbanos, no por gusto de maltratar inhumanamente a seres indefensos,
sino por contentar a las otras, a las furias chillonas de la causa, que
sostenían con su procacidad la exaltación populachera, fermento necesario en
las guerras civiles.
No comprendiendo esta trastienda política el aturdido Fago,
al ver el bárbaro tratamiento que el General daba a las pobres mujeres, la
indignación hizo vibrar todos sus nervios, y apretó los dientes, y se clavó los
dedos de una mano en otra, movido de su natural corajudo, que se sobreponía en
ocasiones como aquélla, sin poder remediarlo, a la mansedumbre propia del
estado eclesiástico. Olvidado de la Orden que profesaba, de buena gana habría
salido del ruedo, y acometiendo al orgulloso caudillo, le habría dado un par de
morradas buenas, pero buenas, -46- de las que él sabía y solía dar en sus
tiempos de seglar levantisco y pendenciero. Pero ello no fue más que un fugaz
estímulo, que logró dominar al punto, y para mejor apartar de sí ideas tan
peligrosas en aquellos momentos, trató de alejarse y dar una vuelta solo por
las inmediaciones del desgraciado pueblo. No lo hizo, porque cuando rompía
trabajosamente por entre la multitud, oyó estas voces, que le dejaron helado:
«Ahora bajan a la última que quedaba... Saloma... la gallarda Saloma...».
Creyó que aquellas voces y aquel nombre habíanlos pronunciado
todos los demonios del infierno, difundidos invisibles por los aires, y volvió
a donde estaba, y oyó nueva algazara de mujeres chillonas... y, mirando para
arriba, vio un bulto, una mujer con la cara tapada... Dudoso estuvo entre huir campos
afuera o quedarse para ver la hembra descolgada, a quien el pueblo, bullicioso,
nombraba y denostaba al propio tiempo, juntando el nombre y los insultos. ¡Dios
poderoso!, lo que sufrió el hombre en breves momentos no es para referido.
Bajaron a la moza, y si cuando se aproximaba al suelo, descubierto ya su
rostro, pudo creer por un instante que era la hija del infortunado Ulibarri, al
verla de cerca la reconoció como absolutamente distinta: aunque hermosa, como
aquélla, no se le parecía ni en las facciones ni en el color del rostro. Vamos,
que era otra Saloma. El hombre dio gracias a Dios con toda su alma, pues
verdaderamente, -47- si hubiera resultado la Saloma de su historia,
dificilillo le habría sido contenerse viéndola de tal modo escarnecida e
insultada.
El General se había vuelto a su alojamiento; el que mandaba
la tropa al pie de la torre ordenó que no se hiciese daño a las pobres urbanas,
y las familias de éstas, con la timidez natural de quien se siente minoría en
el pueblo y se halla bajo la presión moral de masas irritadas y vencedoras, las
auxiliaban con ropas y alimentos.
Mandaron despejar, y las urbanas y sus hijos retiráronse en
compañía de algunos vecinos notados de cristinismo; las unas, absolutamente
decaídas de espíritu, lloraban sin consuelo; las otras, bravas e iracundas,
enronquecían de tanto gritar contra la facción y su insolente General, y todas
creían perdidos a los bravos defensores de la torre si no se entregaban pronto
y sin condiciones. Compadecido de aquellas infelices, Fago las siguió al través
de las tortuosas calles, hasta que acamparon en los últimos corrales del
pueblo, o en medio de las eras, temerosas siempre de ser atropelladas. Pero no
querían ausentarse de Villafranca sin conocer la suerte de sus infelices maridos,
hermanos o lo que fuesen, que sobre esto había dudas. Tratando Fago de inquirir
con buenos modos el verdadero parentesco de las azotadas heroínas con los
héroes de la torre, entabló coloquio con la llamada Saloma, cuyas facciones no
se hartaba de examinar -48- para cerciorarse de su desemejanza con las
de la extraviada hija de Ulibarri, y ella, que desde los primeros momentos dio
a conocer su desahogada condición, no tardó en franquearse con él en esta
forma: «Yo, señor, no soy mujer de naide, aunque no es por culpa mía, que bien
quise y bien quisieron mis padres darme marido por la Iglesia santísima.
Huérfana quedé a los veinte años, y me engañó, ya digo, un tal Sedaliz, que en
la faición está, malos truenos le confundan, y era alpargatero en mi pueblo,
que llaman Borja, para servir a usted.
-Lo conozco -dijo Fago-, y sé que sus habitantes no son los
menos brutos ni los menos nobles de Aragón.
-Dispénseme, señor: usted es de iglesia.
-Efectivamente: soy sacerdote.
-Se le conoce en lo aflegidico... Los hay de dos clases: los
aflegidicos, que son los buenos, y los de pelo en pecho, que mataban franceses
en la otra guerra, y ahora salen contra los pobres cuscos... Pues, señor, si
quiere que le diga lo que hay tocante a mí, lo primero, ya digo, es que después
que me plantó Sedaliz en metad de la calle, dejándome con lo puesto, me amparó
uno que le llamaban Comecome, de junto a la Huecha; mas como era casado, le
dejé, ya digo, porque a honradez podrán ganarme, pero a conciencia no... y me
fui a Zaragoza, donde hablé con un chicarrón de infantería de la Guardia Real,
ya sabe, los primeros que vinieron hace dos años a sofocar la faición, -49-
lo cual que no la sofocaron. Era el tal de junto a Tarazona, bueno como
el pan; pero muy cuitadico, en fin, de los que no encuentran agua en el Ebro.
Con su casaca abrochadica, el correaje en cruz, y la gorra de pelo con la
chapa, estaba como un sol. A los de la Guardia se les llamó entonces guiris
porque llevaban tres letras, G. R. I., en la gorra y en la cartuchera, y guiris
se les llama todavía. Pues, ya digo, aquel y yo contábamos casamos cuando
acabara el servicio... era un pedazo de animal como los ángeles... Pasó el
Cuerpo a Logroño, y yo detrás del Cuerpo... Mandaba el General Lorenzo...
Siguió el Cuerpo a Navarra al mando del General Rodil... yo no podía menos de
ir detrás del Cuerpo, donde tenía mi alma... ¡Ay!, ya digo, se me parte el
corazón cuando lo cuento. En la faición de Artaza me le mataron... ¡Pobre maño,
rico mío! Le vi cadáver, arrimado a una peña, que parecía dormidico... Estuve
mala de la desazón y me acogieron unos vecinos de Abarzuza. No le puedo contar,
porque es cosa larga, cómo vine a parar a Funes, orilla de este pueblo, donde
hice conocimiento con Pascual Muruve, por mote Mediagorra, que es uno de los
urbanos de más calzones que tiene usted en la torre, y allí se batirá hasta dar
las boqueadas, porque, ya digo, es muy entero, y él sabe que por ser tan bravo
hablo con él, que si no no hablaba».
A este punto llegaba la moza de su relación, cuando oyeron
gran tiroteo y vieron aumentada
-50- la humareda que envolvía la
iglesia.
«Padrico del alma -dijo una de las más afligidas, llamada
Claudia, que era mujer legítima de un urbano-, lléguese a ver qué pasa...
-Por lo visto -replicó Fago-, se han roto las hostilidades, y
creo que los señores cívicos lo pasarán mal.
-Son tercos, y morirán antes de rendirse -observó otra
llorando, pero sin perder la entereza-.
-Mosén, vea lo que hay, y venga después a contárnoslo -indicó
una tercera-. Si les dan cuartel, deberían rendirse, que harto han hecho ya por
la bandera urbana y por la Reina chiquitita. ¡Ay, Dios mío, qué será de ellos!
-Que Dios les dé fortaleza; que no se entreguen.
-Que vivan, aunque tengan que entregarse.
-No, no... rendirse no. Cada uno mira por la honrilla... ¡Que
viva el Cuerpo!
-Eso, eso... lo primerico el Cuerpo.
-Que es el alma, como quien dice, el amor propio de uno... de
una también, porque lo que aquí sobra es patriotismo».
Pronto se enteró Fago de lo que ocurría, que era lo más
sencillo, lo más conforme a la marcha natural de los acontecimientos. Salvadas
las mujeres, se rompieron de nuevo las hostilidades con recrudecimiento de
fiereza por una parte y otra. Hacia el mediodía preguntaron los urbanos si
daban -51- cuartel, y como les respondieran que no,
siguieron apurando su defensa con la débil esperanza de que por cansancio
levantasen los facciosos el sitio y se largaran a expugnar otro pueblo. Pero lo
que hicieron fue atizar más el fuego de la iglesia, y abrir una comunicación
directa de ésta con la torre, para que el humo envolviera completamente a los
sitiados. La tarde fue para éstos angustiosa: el humo les ahogaba, y
recalentada toda la fábrica, sentían que se les quemaban las plantas de los
pies. Al anochecer lograron los facciosos arrojar materia combustible en la
parte baja de la torre. La mitad de los urbanos o habían muerto o estaban fuera
de combate; los restantes aún hacían fuego desesperados, al amparo de las
campanas, y de tiempo en tiempo gritaban: «Cuartel, cuartel»; pero de abajo
respondían: «Discreción, y pronto, pronto».
Con estas noticias, que Fago llevaba a la tribu de urbanas
acampadas en las eras y corralizas del pueblo, las pobres mujeres no hacían más
que llorar y lamentar su suerte. Esposas eran algunas, hermanas otras,
arrimadas las menos: todas amaban en diferentes estilos. Tan pronto rezaban
invocando a la Virgen y a los santos con fervor sincero, como arrojaban de sus
bocas horrendas maldiciones contra la facción, contra su General, su Rey, y el
demonio que los trajo al mundo. La gallarda Saloma decía: «¡Que no se rindan,
contro!... Tú no te rindes, Mediagorra; ¿verdad que no te rindes, maño mío?»
-52-
- VI -
A media noche, los urbanos que aún vivían, no pudiendo
resistir más el calor que les abrasaba, medio locos de furia, de hambre y de
sed, dejaron de hacer fuego. Lentamente descendieron por las escalas, tiznados,
los ojos enrojecidos, manos y pies como carbón. Al llegar al suelo apenas
podían tenerse en pie. «Vamos, hombres -les dijeron-, por zoquetes os pasa
esto. Ved aquí lo que habéis adelantado con vuestra terquedad.
-Que... ¡re-contra! ¿Nos van a fusilar? -preguntó el más
significado de ellos.
-Naturalmente -replicó el capitán, con toda la naturalidad
del mundo en la entonación de la palabra -. Pues ¿qué queríais?... Vaya, que os
traigan un trago de vino.
-Chiquio -dijo uno, que era de Borja-, nos mandan al pocico.
-Qué... ¿te pena?
-Miá que yo...».
Aterrado se alejó Fago, y no sabía cómo dar la tremenda
noticia a las mujeres. No se atrevió a decirles más que esta frase: «Se han
rendido... Ahora los de abajo les convidan a vino». Prorrumpieron en chillidos
las mujeres, gritando: «Les dan la bebía: es la señal de afusilar».
-53-
La más brava era siempre Saloma, que dijo: «Mediagorra no
tiembla... ¿Qué ha de temblar si es de bronce?»
Desde media noche empezaron las tropas a evacuar el pueblo.
Salieron primero el 7.º y 5.º de Navarra; luego los granaderos, el Cuartel
General. Zaratiegui partió a las dos, y Eraso quedó el último. El vecindario no
pudo entregarse al descanso, pues como se levantara viento, temieron que el
fuego cundiera de la iglesia a las casas próximas, y se quemase todo Villafranca.
Ocupáronse con los soldados del 3.º y parte de los guías en cortar el incendio,
y los del 1.º de Guipúzcoa ejecutaban la orden de vaciar las cubas de vino en
las casas y bodegas de cristinos, resorte de guerra que se empleaba siempre en
la Ribera, a fin de empobrecer al enemigo y aterrar a los labradores
desafectos. Corría el líquido por las calles, mezclándose en algunos sitios con
el rojo de la sangre, tan fácilmente derramada como si los cuerpos humanos
fuesen odres que se vacían para volverlos a llenar.
Las urbanas quisieron reunirse a sus hombres. Aún ignoraban
algunas de ellas si el suyo o los suyos habían perecido en la torre, o estaban
entre los vivos condenados a muerte. Corrieron hacia la plaza; pero el
movimiento de la tropa que evacuaba el pueblo les cortaba el paso a cada
instante, y en la obscuridad de la noche se separaron en diferentes grupos, se
perdían, volvían a encontrarse para separarse de nuevo. Llamaban a los -54-
suyos; nadie las escuchaba. No faltaron gentes piadosas del otro bando
que las auxiliaban y querían consolarlas. El incendio, medio extinguido ya,
alumbraba muy poco; la noche era lóbrega; no soplaba viento; el humo pesaba
sobre las angostas calles; el olor de madera quemada infestaba toda la villa;
no se respiraba aire, sino ambiente de maldiciones mezcladas a un aliento
insano, como transpiración de enfermo corrupto. Sin llegar a donde querían ir,
porque los cordones de tropa se lo impedían, cada una de las urbanas iba por su
lado, como en los viajes de pesadilla, revolviéndose por las calles, siempre a
oscuras, entre el vértigo de los soldados y paisanos que corrían de un lado
para otro. Con Saloma y Claudia iba Fago, decidido a consolarlas en su
tribulación, y encontraron a otras dos, y los cinco se dirigieron por una
callejuela que conducía a la ermita de San Bartolomé. Habían oído decir: «por
ahí los llevan», y corrieron tras el tumulto. No bien llegaban a unos treinta
pasos de la ermita, un pelotón de soldados les cortó el paso. Detuviéronse
ellas y él aterrados, sin resuello, con la corazonada de un inmenso duelo.
Oyeron una exclamación salvaje, horrendo coro de seis, ocho o veinte voces (no
se podía apreciar el número), que con desconcertados y roncos acentos gritaba:
«¡Muera Carlos V!...». Siguió una descarga cerrada, varios disparos sueltos...
después un silencio lúgubre.
¡Pobres urbanos! ¡Así pagaban su tenaz -55-
constancia celtibérica! ¡Así se derrochaba el tesoro inmenso de la
energía española! ¡Es verdadero milagro que después de tan imprudente despilfarro
del caudal por uno y otro bando, todavía quedara mucho, y quedará siempre, y
quede todavía!
Pues, señor, Fago se encontró solo con Saloma. La Claudia
había dado un salto y desaparecido en dirección del sitio de la hecatombe. Otra
de ellas yacía desmayada en el suelo. Al oír la descarga, Saloma, a quien el
capellán quiso tapar la boca para que no gritase alguna barbaridad que les
comprometiera a todos, le mordió la mano, y tanto hincó los dientes, que al
buen cura le quedó señal para mucho tiempo. Luego, dando un resoplido, con
ronca voz dijo: «Acábate, mundo, pa no ver esto... ¡Ay, ay!... Padrico, lléveme
a donde pueda gritar y, desahogar todo este veneno de mi alma».
El movimiento de la tropa, que regresaba del lugar del
suplicio, obligoles a volverse por donde habían venido; pasaron junto a la
plaza, donde no se respiraba más que humo fétido (porque en los últimos
momentos del sitio de la torre habían quemado en el interior de ésta gran
cantidad de pimentones, a fin de asfixiar más pronto a los sitiados); pasaron
de largo a toda prisa; buscaban la salida del pueblo por el lado del río, y en
el arrabal encontraron a otras dos urbanas, que se arrancaban los pelos en el
paroxismo de la desesperación, rodeadas de gentes compasivas que con palabras
piadosas -56- y dulces trataban de mitigar su pena. Sin
detenerse más que breves momentos, Fago y Saloma siguieron adelante, pisando
fango, resbalando sobre el suelo reblandecido, metiendo los pies en charcos
inmundos. «Pisamos sangre humana», dijo el clérigo con terror. Y replicó
Saloma: «No, Mosén, que es vino. ¿No vio que soltaban las cubas?»
Llegado que hubieron a la salida de Villafranca, se desviaron
de la dirección que llevaba la tropa, y Fago se plantó de pronto diciendo:
«¿Pero adónde voy yo? Tengo que seguir al ejército hasta reunirme con el
Cuartel Real.
-¿Con ésos, va usted con ésos?
-Naturalmente... Son los míos.
-Pues los míos, ¡re-contro!, son los otros -gritó la moza con
ronca fiereza, agitando las manos tan cerca de la cara del cura, que éste creyó
que le abofeteaba-. Los otros, sí... y este Don Zamarra, General Meampucheros,
me la tiene que pagar.
-No seas loca, que las mujeres nada tienen que hacer en estas
guerras.
-¿Que no? ¿Que no somos guerreras nosotras? Ya lo verán -dijo
con exaltación delirante. ¡Muerto Mediagorra! Pus ¡viva Mediagorra, vivan los
hombres que saben morir con decencia! Soy de Borja, Padrico. He mamado de la
teta del Moncayo... No sé hablar más que con hombres valientes, ¡ea!... Si es
usted falso (cobarde), buenas noches.
-Yo no soy falso ni valiente; soy sacerdote.
-57-
-Pues oiga: en Cadreita, dos leguas de aquí, hay un cura que
ha levantado una partida liberal, y mata faiciosos como moscas.
-Vade retro. Ése será un perdido.
-Un ganado... Si quiere, nos vamos allí.
-¿Yo? ¿Por quién me tomas? Soy capellán del Cuartel Real.
-Buen provecho. ¡Miá que Rey ése!...
-Es Rey, el Monarca legítimo, Saloma, y todo lo demás es
intriga y usurpación de los impíos y masones de Madrid. Pero el infierno no
puede triunfar, aunque Dios le permita ventajas pasajeras para probar a los
buenos.
-¿Y los buenos son ésos, ésos, los de Don Zamarra? -preguntó
la baturra, picaresca, con toda la malicia y desvergüenza del mundo en su bello
rostro-. ¿Lo cree usted, Padrico?
-Como ésta es noche. Creo en la legitimidad, creo en los
derechos indiscutibles de D. Carlos, creo que los ejércitos carlinos defienden
al verdadero Rey y al Dios verdadero.
-Y yo creo que es usted bobo. Miá que Dios... ¿Qué tiene que
ver Dios con la guerra? ¿A Dios le puede gustar que haigan fusilado a
Mediagorra?
Fago callaba, sin saber qué decir. Atravesaron solos un campo
yermo, y halláronse sin saber cómo en el camino por donde marchaban las tropas.
Un mozo de los que habían conocido a Fago en Falces se llegó al grupo, y
extrañando ver al clérigo en tal compañía, le dijo: «Mosén Custodio, no se deje
engañar -58- de ésa. La conozco, y sé que es muy perra».
Trabáronse de palabras y un poco de empujones la moza y el
baturro, llevando la mejor parte Saloma, que le dijo: «Anda allá, falso... ¿Tú
quién eres? Un hambrón... Has venido aquí pa comer, porque en tu casa no lo
hay.
-Vete, vete pronto a orilla de los guiris.
-Sí que me voy. Y tú y Zamarra... detrás de la boñiga del
legítimo.
-A mucha honra.
-Y yo voy onde quiero. Con bustedes si me da la gana».
Agregáronse otros, y con jovialidades de dudoso gusto la
incitaban a subir con ellos a una de las galeras.
«¡Miá que yo...! Voy a Cadreita, donde dejé mi legítima... la
burra, hombre... Allí me monto, y muera la faición.
-Anda, saltamontes, zanganota.
-Llévense al Mosén, que está arguelladico».
Apareciose de improviso el capellán Ibarburu, furioso contra
los chicos, a los que amenazaba con su bastón, diciéndoles: «Animales, os estoy
buscando hace una hora. ¿En dónde tenéis el carro?
-Allí está, señor. Monte cuando guste».
Reparó Ibarburu en el bulto del capellán, y al pronto no le
reconoció por estar encorvado, calladico y pasado de frío, hambre y tristeza.
«Sí, sí -respondió tímidamente-: soy José Fago.
-59-
-Véngase conmigo, y por el camino comeremos un bocadito».
Al coger del brazo a su colega, Ibarburu reparó en Saloma.
«¿Qué pájara es ésta?» -preguntó a los chicos. Y como respondiesen que era la
de Mediagorra, el capellán echó mano al bolsillo, y sacando una peseta se la
dio a la baturra con estas compasivas palabras: «Toma, hija, y vete con Dios...
¡Pobre Pascual! Mañana le aplicaré la misa».
Sin oír lo que Saloma agradecida le contestaba, dirigiose al
vehículo, donde ya un chico de tropa le había puesto las alforjas y la maleta.
Fago le siguió silencioso. La baturra se despidió airosamente de sus paisanos
con breves palabras despreciativas:
«¡Arre, asolutos!»
- VII -
«Vamos a Caparroso -dijo Ibarburu al ponerse en marcha la
galera-: buen pueblo, totalmente adicto a la causa. El Cuartel Real ya está
allá, y seguirá mañana hacia Carcastillo... Qué, ¿se duerme usted, Sr. de
Fago?» Por un rato intentó éste sobreponer su cortesía a su cansancio,
sosteniendo con monosílabos la verbosidad del hablador Ibarburu; pero tanto
pudo al fin el desmayo de -60- su
cuerpo y de su espíritu, que se durmió profundamente, obligando al otro a hacer
lo mismo. El horrible zarandeo del carro por tan ásperos caminos no quebrantaba
el profundo reposo de aquellos cuerpos, endurecidos ya en las continuas
molestias y trabajos de la guerra. Diéronles en Caparroso alojamiento
comodísimo en una casa de labradores, a la entrada del pueblo; y bien
instalados en la cocina, que era la mejor pieza, ante un fuego de sarmientos,
que chisporroteaban con alegre sonido, pasaron una mañana agradabilísima, y
repararon uno y otro sus estómagos, que bien lo necesitaban, sobre todo el del
aragonés por causa de los prolongados ayunos que agravaban sus hondas
tristezas. Pero aquel día, animado por el ejemplo de su colega, que quería
vivir a todo trance, comió con tanta gana, que entre los dos despacharon medio
cordero, asado a su vista, echándole encima porción cumplida de vino del país,
fresco y confortante. Al fin del almuerzo parecía Fago otro hombre, y hasta se
volvió comunicativo, arrancándose a contar a Ibarburu diferentes hechos de su
vida que a nadie había querido contar.
Siguieron la misma tarde de aquel día para Carcastillo,
donde, de noche ya, les deparó la Providencia otra cocina con buena lumbre de
sarmientos, el cazuelo de sopas, el cordero, el vinito y una gente obsequiosa y
hospitalaria que se desvivía por agasajarles. Con los soldados que allí se
alojaban, las mujeres de la casa y dos o tres viejas, -61-
rezaron el rosario, y echaron después un parrafito, todos con mucho
sueño, acerca de la guerra y de las contingencias favorables que se
barruntaban, asegurando Ibarburu que estaba al caer la presentación de muchos
peces gordos del cristinismo, oficiales de artillería e ingenieros, y tal vez,
tal vez más de cuatro Generales de los más calificados. Con esto empezaron a
roncar los de tropa acomodándose en el suelo, entre mantas; las viejas
siguieron rezando para que Dios hiciese bueno todo aquello que el capellán
decía; y mientras los chiquillos apuraban el contenido de los platos, y los dos
michos de la casa y el mastín afanaban lo que podían, los dos clérigos se
fueron a la alcoba de los patrones, que obsequiosamente se les había cedido, y
durmieron como príncipes.
Al día siguiente pudo Fago reunirse con el señor Consejero de
Castilla, D. Blas Arespacochaga, de quien era capellán, y le explicó las
razones de haberse extraviado en el camino, quedándose en la retaguardia del
ejército, sin maleta y sin caballo. Recobradas una y otro, tanto él como
Ibarburu dieron betún a sus botas, rasparon hasta donde era posible las
cascarrias de sus balandranes, se asearon un poco, y se fueron tan ternes al
cercano Monasterio de bernardos de Oliva, con objeto de besar la mano a la
Majestad de Carlos V, que allí tenía su alojamiento. En la Sala Capitular,
rodeado de frailes, estaba el Rey, por cierto con menos ceremonia y tiesura de
la que al absolutismo -62- parecía corresponder, y a todos los que
entraban y le hacían la reverencia les agraciaba con una sonrisita bonachona,
en la cual era más fácil distinguir al pretendiente que al soberano. Hicieron
los dos clérigos puntualmente todo lo que mandaba la etiqueta, mostrándose
Ibarburu extremadamente flexible de espinazo; y después de reparar el estómago
con bizcochitos y vasos de vino que en el refectorio ofrecían los bernardos, se
volvieron a Carcastillo con descansado andar, charlando en tonos de la mayor
confianza. En aquel paseo hizo Fago al otro clérigo confidencias tan
interesantes, que es forzoso reproducirlas punto por punto.
«Puesto que es irresistible en mí el anhelo de manifestar
todo lo que siento y todo lo que discurro, ¿qué mejor ocasión que la presente,
teniendo al lado al que como amigo y como sacerdote puede escucharme? Esto será
confidencia amistosa, y al propio tiempo efusión de conciencia. Luego que usted
sepa lo que anda por dentro de este desgraciado, podrá aconsejarme y dirigirme
con buen criterio. Creo que no hay que repetir los antecedentes.
-No: recuerdo muy bien lo que usted me contó en Caparroso, su
vida licenciosa de seglar. Era usted un libertino; el demonio le tenía entre
sus uñas, y no había pecado mortal que usted no cometiese... Perfectamente: el
robo de Saloma, su desaparición... todo lo recuerdo bien. Después vino el
arrepentimiento. Dios quiso recobrar el alma perdida... -63-
El demonio entregó su presa... Muy bien. Se hizo usted sacerdote, y el
estudio y la oración fortificaron su alma, eliminando de ella hasta las últimas
heces del pecado y los vicios... Perfectamente.
-Y recordará usted también el suceso terrible de mi encuentro
con Ulibarri...
-Sí, sí... Mandáronle a usted auxiliar a un reo de muerte
y... ¡conflicto extrañísimo y altamente patético! Dios le puso frente al hombre
que había ofendido... ¡y en qué situación uno y otro! Reo él, usted confesor.
¡Sorprendente caso de conciencia! ¡Cómo se ve la mano de Dios!... Adelante.
Comprendo la sacudida, la intensísima emoción que usted sufriría... Sin el
favor del Cielo, habría usted perdido la razón, amigo mío.
-Así lo creo. No me he vuelto loco por especial favor de
Dios, que en aquella ocasión terrible, como en otras de mi vida, ha mirado por
este siervo indigno.
-Perfectamente. Cuénteme usted lo demás, pues lo que sigue al
entierro del alcalde de Miranda me es desconocido.
-Lo que ha seguido es simplemente un estado de conciencia y
de pensamiento que me tiene en grandísima zozobra.
-¿Conciencia?... ¡Hola, hola!
-Aguarde usted... Yo no había visto nunca de cerca la guerra.
Me ha impresionado profundamente...
-Inspirándole repulsión, tristeza, lástima de las innumerables
víctimas...
-No, señor; eso me ocurrió el primer día; -64-
después, no. Ante todo, quiero que me dé usted su opinión sobre un punto
que creo elemental, y que desde anoche me sugiere angustiosas dudas. Yo
pregunto: ¿Dios autoriza las guerras? ¿Dios puede tomar partido por uno de los
combatientes, amparándole contra el otro, o abomina por igual de todos los que
derraman sangre humana?
-Amigo mío, Dios ha de mirar mejor a los que defienden sus
derechos.
-¡Los derechos de Dios!, ¿qué es eso?
-Hombre, la fe... Me parece que esto es claro. Quiero decir
que entre dos que luchan, Dios ensalzará al que le adora y hundirá al que le
escarnece. Paréceme que de esto hay elocuentes ejemplos en la Historia sagrada
y profana.
-No acabo de convencerme, señor mío... Dios ha dicho: «No
matar».
-Sí; pero distingamos: salen dos grupos de hombres, uno que
defiende la verdad y la justicia, otro que patrocina el error y el pecado.
Cruzan las espadas. Dios ha dicho: «No matéis»; pero...
-¿Pero qué?
-Digo que es forzoso impedir, como se pueda, que el mal
impere sobre la tierra.
-Y esto sólo se consigue matando.
-Justo.
-Luego las guerras pueden tener su lado humano y su lado
divino, y hay o puede haber ejército de Dios y del diablo.
-¿Qué duda tiene?
-Bueno: pues admitido que Dios autoriza -65-
el matar, surge nueva duda en mí, que me confunde y anonada. Se me
ocurre que el exequatur de Dios, o sea su permiso para que nos matemos, se
concreta exclusivamente a los actos de agresión que constituyen el combatir
propiamente dicho. En la lucha, muy santo y muy bueno que haya muertes, pues de
otro modo no habría lucha, ni victoria del bien sobre el mal. Lo que no me ha
entrado todavía en la cabeza es que Dios consienta el matar frío y carnicero,
como sacrificio de reses, por las llamadas leyes de guerra, bien con el fin de
asegurar la disciplina, bien con el de aterrorizar al enemigo, y quitarle
auxiliares o medios de comunicación. ¿Me explico?
-La guerra no puede ser eficaz de otra manera, amigo mío. Si
no admitimos el eclipse total de la benignidad y compasión por motivos de
disciplina, o de organismo militar, no hay victoria posible, y el matar, que es
un mal, sería interminable, y la paz, el supremo bien, no se restablecería
nunca. Las crueldades que vemos un día y otro son actos de política,
absolutamente necesarios.
-¿Y hay política de Dios, como hay guerra de Dios?
-¡Oh!, seguramente.
-Y admitido que, para resolver el tremendo litigio entre la
verdad y el error, no hay más remedio que armar soldados y efectuar con ellos
todo lo que manda el arte de la guerra, hemos de admitir necesariamente los
duros castigos, las represalias, etc., etc.
-66-
-Luego ¿todo el organismo bélico, con la matanza del enemigo,
el burlarle con engaños, la continua destrucción de vidas y haciendas, el
castigo de inocentes conforme a la política militar, la guerra, en fin, puede
ser y es en algunos casos de Dios?
-Así lo creo, y en conciencia lo afirmo.
-Muy bien: opinión tan resuelta me tranquiliza sobre el punto
capital; pero aún andan rondándome el espíritu ciertas dudas. Vamos a ver. Yo
pregunto: ¿este ejército que defiende la causa de Carlos V contra la causa de
la hija de Fernando VII, podemos y debemos considerarlo como verdadera milicia
cristiana? Me parece bastante dar este nombre a lo que antes llamábamos
ejército de Dios.
-Hombre, no sé cómo abriga usted tales dudas. Supongo que
habrá estudiado el caso histórico. Un sacerdote no debe tener escrúpulos en lo
tocante a los derechos augustos de la legitimidad, ni vacilar tampoco en la
creencia de que D. Carlos es la religión, la virtud, la moral, el bien de los
pueblos.
-Contra el mal, contra la impiedad y el libertinaje: estamos
conformes. Por consiguiente, si ésta es milicia cristiana, la otra es milicia
impía, verdadero ejército del demonio o de todos los demonios. ¡Si no lo pongo
en duda!... Quería yo que usted confirmase esta opinión con su autoridad. Yo
dudé, tenía mis escrúpulos: deseaba que el dictamen de un hombre de estudio los
disipara. Ya no dudo, ya sé a qué atenerme:
-67- puedo manifestarle sin
rebozo ese estado singularísimo de mi espíritu de que antes le hablé».
Apenas llegaban a las primeras casas de Carcastillo, vieron
movimiento de tropas. No tardaron en informarse de que pronto saldrían el
ejército y el Cuartel Real en dirección a Sangüesa, por lo que se dieron prisa
a entrar en su alojamiento y a disponer la marcha.
- VIII -
No sin dificultad pudo Ibarburu conseguir un mulo y una
yegua, y caballeros los dos fueron juntos y en agradable conversación por todo
el camino; mas Fago no tocó el tema que había quedado pendiente, pues tales
cosas, según dijo, no eran para tratadas a la ligera, galopando entre el
bullicio de la tropa en marcha. En Sangüesa fueron alojados, juntamente con el
brigadier La Torre y el auditor Lázaro, en una de las mejores casas de la
población, y por la noche, después de cenar en buena compañía, con señoras y
todo (a las cuales La Torre, hombre de refinado trato social, entretuvo con
donaires del mejor gusto), se les destinó una alcoba con tres camas para ellos
dos y el auditor, no siendo posible mejor acomodo, porque la ciudad -68-
le venía muy chica a ejército tan grande. Decididos a esperar el sueño
de su compañero de cuarto para charlar a gusto, tuvieron la suerte de que el
Sr. Lázaro, apenas puso la cabeza en la almohada, rompiera en ronquidos
profundos. Al son de esta música, que más era molestia que estorbo, hizo Fago a
su amigo la confesión siguiente:
«Ha de saber usted que desde que ando entre soldados, mejor
dicho, desde que vi al General Zumalacárregui, se me ha metido en el alma un
ardentísimo deseo de tomar las armas.
-¡Hola, hola!...
-De lo que he luchado en mi conciencia para combatir este
sentimiento guerrero, que me parecía inspiración del demonio, no puede usted
tener idea. Porque lo que siento, créame usted, es una furia, un frenesí
impulsivo, y al propio tiempo un profundo desprecio de la vida de mis
semejantes, sobre todo si son del bando o facción contraria a nuestras ideas. Y
como conceptúo que este sentimiento se da de trompicones con la mansedumbre,
cualidad primera del sacerdote, de aquí mi confusión, mi terror más bien,
viendo perdida en un instante la serenidad conquistada por mi pobre alma en
tres años de oración y quietud, de comercio intelectual y moral con varones
sapientísimos y virtuosos... Yo había conseguido la paz de mi alma, y ahora me
siento, ¡ay de mí!, abrasado en loca ambición, ansioso de que mi nombre suene
en todos los oídos, -69- ávido de imponer mi voluntad, y de satisfacer
un diabólico prurito de acción; de acción, señor Ibarburu, que me abrasa las
entrañas y enciende llamaradas en mi cerebro. ¿Qué es esto? ¿Es que el demonio
me vuelve a coger entre sus garras?
-Poco a poco, amigo mío; no se exalte usted, y estudiemos el
asunto -dijo Ibarburu un tanto inquieto-. Bien podría ser que eso no fuese cosa
del demonio.
-Pues de Dios no es... ¡oh!, de Dios no -exclamó Fago
levantándose para estirar su cuerpo entumecido.
-No podemos afirmarlo tan pronto.
-¿Cree usted que es de Dios?
-No sé... Examinémoslo... Puede ser de Dios... ¿Por qué teme
que no lo sea? ¿Por la Orden sagrada que le obliga...?
-A la modestia, a la pasividad, a la obediencia, a la
humildad, a la vida oscura, al amor de los semejantes, sin distinción alguna.
-Distingamos, amigo Fago.
-No, no distingo. Si soy guerrero, si Dios lo quiere así, no
puedo ser sacerdote, no quiere Dios que lo sea, me autoriza para dejar de
serlo... Resultará que me equivoqué, amigo Ibarburu; que una falsa vocación,
producida por debilidad mental, por pesadumbres, por cansancio, no sé por qué,
extravió mi espíritu. Lo diré más claro: yo sospecho ahora que todo esto, como
cosa postiza y mal pegada, se descompone, dejando al descubierto el antiguo
ser: el hombre pendenciero, -70- el bravo, el que jamás conoció el miedo...
Porque ha de saber usted, y no lo digo por alabarme, que no había nadie capaz
de medirse en arrogancia con José Fago.
-¿Fue usted militar?
-No, señor; pero tenía todos los instintos militares, la
rapidez de la acción en las aventuras, el golpe de vista audacísimo, el
desprecio de todo obstáculo, la resistencia física, la persistencia en mis
fines, la energía indomable para imponer mi voluntad. Y en el fondo de todo
eso, una gran rectitud moral, un sentimiento profundísimo del bien, que
interpretaba a mi manera.
-¿Y cómo, señor mío -preguntó Ibarburu con asombro-, pasó
usted de ese estado a otro tan diferente?
-Fijándome en ello veo ahora que la diferencia no es tan
grande. Al entrar en la vida eclesiástica, aun entrando por equivocación, yo
llevaba los elementos de mi ser antiguo; yo ambicionaba la lucha por la fe, el
martirio, la predicación a infieles, las misiones... No es tan diferente, Sr.
Ibarburu, no es tan diferente... Resultó que no encontré terreno apropiado a
mis anhelos... Sin saber cómo, en vez de las glorias eclesiásticas, fui a parar
a la política cristiana, y de la política cristiana a la guerra de Dios...
-Explíqueme usted otra cosa -dijo Ibarburu, lleno de dudas y
buscando la lógica en las fluctuaciones del carácter de aquel extraño sujeto-.
En presencia de la horrible tragedia de Ulibarri ¿no sintió usted que se -71-
le desgarraba el alma; no sintió espanto de la guerra, y piedad inmensa
del inocente sacrificado?
-Sí señor: sentí desgarrado mi corazón, porque yo había
ofendido a Ulibarri, porque éste era un hombre honrado y bueno, porque me
habían llevado a su presencia para que le perdonase los pecados, y él era, él,
quien debla perdonarme a mí los míos. Por eso se conturbó mi alma
horrorosamente.
-Y después, al enterrarle, ¿no derramó usted lágrimas
amargas, ofrenda de piedad al muerto, y a Dios, que nos enseñó las Obras de
Misericordia?
-Sí, señor: lloré, y lloré con el alma, porque yo había
ofendido a D. Adrián... Su desastroso fin me anonadaba. Parecíame que era yo
quien le había matado.
-Y en aquellos angustiosos minutos, ¿empezó usted a sentirse
guerrero?
-Todavía no. En Falces, en Peralta, yo no sé lo que deseaba.
El ardiente anhelo de tomar las armas estalló furibundo cuando vi por primera
vez de mi vida al General Zumalacárregui, en el momento aquel de bajar de la
torre las mujeres de los urbanos.
-¿Cuando las azotó?
-Cuando las azotó... No, no; antes, en el momento de verle
aproximarse, látigo en mano.
-Explíqueme usted por qué la presencia del grande hombre del
absolutismo, del realismo, mejor dicho, despertó tan súbitamente en usted ese
anhelo...
-72-
-En mí son frecuentes las explosiones de un sentimiento...
¿lo llamaré virtud, lo llamaré defecto? No sé cómo llamarlo. Lo mismo puede ser
una cosa que otra. ¿Sabe usted lo que es? La emulación. Yo soy un hombre que en
presencia de cualquier individuo que en algo se distinga, siento un
irresistible empeño de sobrepujarle y hacer más que él.
-Cualidad es ésa, amigo mío, que puede conducir a la gloria,
o a grandes desastres y miserias... Ya comprendo. Vio usted al General y se
dijo: «Todo lo que tú has hecho lo habría hecho yo. Aquí hay un hombre que se
siente con bríos para eclipsar tus empresas».
-Exactamente.
-Antes de pasar adelante, dígame usted: al abrazar el estado
eclesiástico, guiado, como ha dicho, por una vocación más o menos verdadera,
¿sintió usted también el estímulo de sobreponerse a las personas religiosas?
-No he visto personas religiosas que despertaran en mí esa
emulación. Ya ve usted que digo todo lo que pienso con absoluta sinceridad...
Yo sentía, sí, anhelo de igualarme a los santos.
-¿A los santos? Brava ambición a fe mía.
-Pero no he hallado atmósfera donde pudiera fomentarla. He
conocido sacerdotes ejemplarísimos, sí; pero me ha parecido tan fácil
igualarles y aun superarles, que la emulación apenas se ha manifestado en mí, y
no he sentido por ello la menor inquietud... Pero si no he encontrado atmósfera
de -73- santidad, sencillamente porque no la hay, he
encontrado atmósfera guerrera y política. La historia viva, tan patética y
hermosa; la presencia de un hombre que rebasa la línea de la multitud, me han
trastornado. Aquí, en el seno de esta dulce confianza que entre los dos se ha
establecido, hablando con el amigo, con el confesor, yo me despojo de todo
artificio de falsa modestia para decir: «Lo que ha hecho Zumalacárregui, lo
habría hecho yo... no se ría usted de mí... lo habría hecho yo tan bien como
él... y si me apuran, diré que mejor. Mi carácter ha sido siempre de una
franqueza escandalosa. No oculto nada de lo que siento».
-Señor mío -dijo Ibarburu, con un granito de sal irónica-,
hace usted bien en manifestar tan sin artificio sus pensamientos. Ahora, vengan
los hechos a demostramos que usted no se equivoca.
-La realidad, la maldita realidad -afirmó el otro clérigo con
pena-, siempre se compone de modo que mis ideas resulten burladas. Llegué tarde
a la santidad; llego tarde a la guerra. Otro ha hecho lo que yo habría podido y
sabido hacer. Crea usted que esto de organizar tropas, convirtiendo en
batallones aguerridos las bandas de campesinos indisciplinados, es en mí un
instinto poderoso que vengo alentando desde la tierna infancia. La obra de este
hombre, hermosa en alto grado, paréceme que es obra mía, y que mi espíritu se
ha introducido en él para inspirarle sus resoluciones... No se ría usted, -74-
que esto no es cosa de broma. Digo todo lo que siento... Pues bien: yo
llego tarde al terreno de los hechos. ¿Qué puedo esperar? Que me pongan en
filas, que me den el mando de una compañía...
-Ciertamente: por algo se empieza; y si su valor y pericia
responden a esos alientos, podrá usted prestar eminentes servicios a la causa
sacratísima de la Religión y del Rey.
-¡Ay, amigo mío -replicó Fago con desaliento-, como digo lo
uno digo lo otro! O sirvo para todo, o no sirvo para nada... Dudo que en una
situación subalterna pudiera prestar servicios eficaces... Entendámonos: digo
que lo dudo; no niego en absoluto que pueda prestarlos... Sea lo que quiera, he
llegado tarde a la guerra, como llegué fuera de tiempo a la santidad.
-¡Quién lo sabe! En una y otra esfera no hay linderos para el
hombre de gran corazón, de inteligencia poderosa.
-Los hay, sí, señor, y la emulación queda reducida a un
anhelo impotente, horrible suplicio del alma... Puesto que todo se ha de decir,
sepa usted que toda mi vida he sentido en mí la conciencia estratégica la
apreciación de las distancias, de las alturas, del obstáculo que ofrecen los ríos...
Yo conocía que en mi espíritu se formaba un arte, una ciencia; pero no se me
presentó nunca la ocasión de aplicarla... Ahora, ¿de qué me sirve sentir
intensamente la geografía militar... y le advierto a usted que conozco la de
este país palmo a palmo, porque si no guerrero
-75- he sido cazador, y allá se
va lo uno con lo otro... de qué me sirve, digo, sentir la distribución, marcha
y colocación de tropas sobre el terreno, y saber calcular, al menos yo me lo
creo así, un ajuste perfecto entre el tiempo y la acción?... Si he de
manifestar todo, todo lo que me bulle por dentro, sin falsa modestia, diré que
hoy veo el desarrollo de la guerra, paso a paso; y puesto yo en el lugar de
Zumalacárregui, me sería muy fácil llevar triunfantes las banderas de Carlos V
a la orilla derecha del Ebro, ganar Burgos y Zaragoza, y plantarme en Madrid,
terminando la campaña en cuatro meses.
-Oh, no crea usted que me parece un disparate -dijo Ibarburu,
frotándose los soñolientos ojos-. Yo no me siento, como usted, capaz de tan
grande hazaña; pero de que puede y debe realizarse, no tengo duda.
-¿La realizará este buen señor?»
Fatigado ya de tanta conversación, y contemplando con envidia
el sueño beatífico del auditor, Ibarburu no respondió sino con monosílabos
pronunciados en bostezos: «¿No le parece a usted, amigo Fago, que debemos
echamos a dormir y dejar para mejor ocasión eso de si vamos o no vamos
triunfantes a Madrid... la semana que viene?»
Dicho esto, empezó a desnudarse, mientras el otro, sin ganas
de dormir, se paseaba por el largo aposento, con las manos a la espalda.
Temeroso de haberle lastimado con la última expresión, un tanto burlona, agregó
Ibarburu palabras afectuosas: «Mañana trataremos -76-
de que se presente usted al General y hable largamente con él. Conviene
que Don Tomás le conozca... Es hombre muy perspicaz, ¡oh!... gran catador de
caracteres... Escóndase el mérito todo lo que quiera; ¡ah!... yo le respondo a
usted de que ése lo descubre... y es más, yo le respondo a usted de que lo
utiliza.
-¿Le trata usted?
-¿Al General? Hombre, ¿cómo no? Y me distingue mucho. Yo he
venido a la guerra con Iturralde. Soy, pues, más antiguo aquí que el General
mismo. Respondo de que será usted bien recibido.
-Pero yo -murmuró Fago con sencillez infantil-, yo, pobre de
mí, ¿qué le voy a decir?
-¡Hombre de Dios! -replicó el otro agazapándose en las
sábanas-. Modestísimo estáis.
-Dígame una cosa antes de dormirse. Y usted, tanto tiempo en
la guerra, capellán de Iturralde, capellán de Eraso, capellán de Gómez, ¿no se
ha sentido alguna vez, con el contacto diario de esos nobles guerreros, no se
ha sentido... pues...?
-¿Belicoso? -dijo Ibarburu anticipándose a la expresión
completa del pensamiento-. No, amigo mío. No sirvo para eso. Ayudo a la causa
en mi humilde esfera eclesiástica, y jamás he pensado en las glorias de Marte.
No quiero tampoco achicarme, ni diré con falsa modestia que no sirvo para nada.
Es más: le imito a usted en su noble sinceridad, -77-
y digo a boca llena que he prestado y presto servicios de la mayor
importancia. Yo he desempeñado misiones arriesgadísimas; yo he redactado
manifiestos; yo he sostenido correspondencia con prelados, juntas de España y
el extranjero, y cuando llega un apuro de personal, yo el hombro a la
Intendencia... que lo diga el que ronca... yo no me desdeño de echar una mano a
Sanidad... Y añada usted el diario, el continuo servicio de implorar al
Todopoderoso para que incline siempre de nuestro lado la suerte de las armas...
Que no lo consiguen todo las balas, amigo mío; que algo y algos, y mucho y
remucho hacen las oraciones. ¿No cree usted lo mismo?
-¿Se permite contestar con absoluta sinceridad?
-Hombre, sí.
-Pues, tratándose de los éxitos de la guerra, más fe tengo en
las balas que en las oraciones. ¿Es herejía?
-Herejía, no... Y puede que lo sea, porque pone usted en duda
la excelsa sabiduría y el supremo criterio con que el Altísimo decide las
querellas de los hombres, haciendo prevalecer a los buenos sobre los malos.
-Bueno; pues concedo. No riñamos por eso.
-Y en prueba de concordia sobre este punto importantísimo,
recemos, amigo Fago, recemos; no sólo para pedir a Dios perdón de nuestras
culpas, sino para que nos conceda...
-78-
-Un poco de artillería, que es lo que más falta nos hace
-declaró Fago terminando jovialmente el concepto.
-Diga usted que es lo único que nos hace falta. Que nos den
cañones... y me río yo del paso del Ebro... En fin, recemos».
Rezaron un buen cuarto de hora, y luego Ibarburu,
disponiéndose a dormir, rebozada la cabeza en la sábana, por no tener gorro con
que defenderla del frío, se despidió de su amigo con estas palabras:
«¿Y a mí se me permite hablar con sinceridad, sin el
artificio de la falsa modestia, diciendo, a estilo de Fago, todo, todito lo que
pienso?
-Claro que se permite... Es más: se prohíbe en absoluto la
hipocresía; quedan abolidos los remilgos del disimulo.
-Pues Ceferino Ibarburu no se ruboriza de afirmar que se
conceptúa necesario en el ejército del Rey legítimo, y que está plenamente
convencido de que, el día del triunfo, sus servicios no pueden ser en justicia
recompensados con menos que con una mitra».
Ya no dijo más, y se quedó dormido. «¡Una mitra! -pensó Fago
paseándose-. Éste será obispo... y yo... nada». Sorprendiéronle en vela las
primeras luces del día.